jueves, 20 de diciembre de 2012

Leonardo Padura: Cuba es más grande que nosotros mismos.





De mis años de bibliotecario guardo muchas anécdotas insólitas y una de ellas la causó Leonardo Padura o, mejor dicho, sus libros. Una mañana de 1995 0 1996, no puedo precisar bien, un colega  vino a verme preocupado por el estado físico de los únicos ejemplares que teníamos de Vientos de cuaresma y Máscaras. Los libros apenas tenían un año o dos de publicados pero, más allá de la calidad de la impresión estaban desojados, con las cubiertas descoloridas, doblados, eran un  pequeño desastre. La causa de aquel prematuro envejecimiento era el uso constante de los libros. Los usuarios los pedían constantemente y había cola para leerlos. Ahí supe que estas novelas de Padura habían desplazado en la popularidad de los lectores a La última noche que pasé contigo, de Mayra Montero. 
Después de orientar una rápida e inusitada restauración para libros tan jóvenes, me puse en la cola de lectores y así me adentré en las peripecias de Mario Conde y sus tramas policiales sazonadas con una mirada crítica al entorno social cubano de los años 90. Fue una lectura conciliadora con la literatura policial del patio, la cual casi había recibido su acta de defunción apenas unos años antes cuando en un congreso de escritores policiales, alguien dijo que no podía haber novela policiaca en un país en el cual no podías montarte en un taxi y decirle al chofer: -¡Rápido, siga a ese coche! Había leído los ensayos de Padura, su periodismo y ahora estas novelas me llevaban al reencuentro con un género de mis preferencias pero que había caído en franca bancarrota en nuestra literatura. Y, por demás, traían el atractivo añadido de utilizar lo policial como nervio central concatenado con otras maneras discursivas y, así el realismo literario y el periodismo, se unieron en textos que generaron esa sorprendente popularidad que menciono. Desde entonces, como tantos, no he dejado de leer los libros de Padura, cada vez más versátiles más sorprendentes, más literarios. 
Quiso el azar que, a las lecturas y simpatías por su obra, nos conociéramos hace ya algunos años y desde entonces hemos mantenido una cordial relación signada por la simpatía y el respeto. Esta circunstancia nos ha deparado las sorpresas de intentar hilvanar una conversación en la esquina de la UNEAC, hasta charlar durante horas con el estelar industrialista Lázaro Vargas., sobre esa otra gran pasión de Padura: la pelota.
Ayer el Instituto Cubano del Libro anunció que le fue otorgado a Leonardo Padura el Premio Nacional de Literatura 2012 por un jurado presidido por Reynaldo González. El premio será entregado en la venidera Feria Internacional del Libro de la Habana, 2013.
En el calor de la noticia me apresuré a saber las impresiones del premiado. 



Leonardo Padura: Cuba es más grande que nosotros mismos.

Por: Ernesto Sierra


E.S:¿Cómo recibiste la noticia?
-Trabajando. Como he estado en los últimos 32 años, desde que me gradué de la Universidad. Sabes que soy un trabajador obsesivo y este ha sido un premio al trabajo. Por eso lo recibo con orgullo, como reconocimiento de las instituciones culturales y un grupo de escritores a un trabajo. Y como estaba trabajando, me sorprendió la llamada de Reynaldo González, el presidente del jurado, para decirme que yo era el elegido del 2012. Por supuesto, de la sorpresa pasé a la felicidad y, como no podía dejar de ser, a la primera persona a quien se lo dije fue a Lucía, mi mujer, que es parte importante de este premio, y luego a mis padres, que todavía están acá, con sus 80 y pico a cuestas, y que son la otra parte importante de todo lo que he sido y he querido ser, pues si no me pudieron dar un apoyo cultural, sí me dieron algo muy importante: confianza. Nunca me obligaron a hacer nada, solo confiaron en mí… incluso si no iba a la escuela para quedarme jugando pelota por los terrenitos de Mantilla, hace 50 años.


E.S: -Hace apenas unos días afirmabas en la “Semana de Autor” que te dedicó la Casa de las Américas que aceptabas con orgullo la invitación de la Casa a ese reconocimiento a tu obra pero que a la vez no podías deja r de recordar que un año atrás, cuando la Maison de América Latina de París, el Pen Club Francés y la sociedad de amigos de Roger Caillois te entregaron el premio que lleva el nombre de ese importante escritor, ningún medio oficial nacional se acercó a ti o promovió, como se promueven otros acontecimientos o acciones, un suceso que te desbordaba como escritor y entrañaba, como es evidente, un reconocimiento para la literatura cubana, sobre todo la que se hace en Cuba por los escritores que vivimos en Cuba. ¿Sorprendido con este premio a solo una semana de aquellas palabras que llamaban la atención sobre una zona de silencio en torno a tu obra dentro de Cuba?

L:P: - Sí y no. Creo que alrededor de mi trabajo y de mi persona ciertas instancias de decisión y de los medios han querido tender un manto de silencio, como respuesta a la postura que he sostenido por años en mi trabajo como escritor y como periodista, y a mi actitud como ciudadano. Muchos consideran que soy excesivamente crítico –y cosas peores, algunas de las cuales he leído hace muy poco. Lo curioso es que muchas de las personas que al frente de determinadas instancias de decisión han pesando y actuado así, hoy no están ahí (están en otros lugares, laborales, geográficos, mentales), pero yo sigo aquí, haciendo lo mismo, con un sentido de riesgo, a veces hasta recibiendo ataques, pero con la misma postura ética que se fundamenta en decir lo que creo que se debe decir, independientemente de que sea o no oportuno, solo convencido de que es necesario. Y si mi trabajo, o los resultados de mi trabajo, no han tenido la proyección que otros menos significativos pero políticamente “correctos” suelen tener, cuento a mi favor con algo que es mucho más importante: la respuesta de los cubanos para los que escribo y desde cuyas preocupaciones, frustraciones, alegrías, formas de pensar, yo escribo. ¿Y sabes qué? Ahora más que nunca me siento comprometido a seguir con el martillo en la mano, para, como me dijo un colega y amigo al felicitarme por el premio, “poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca chispas en el metal más duro”. Porque yo soy un escritor, vivo en Cuba y escribo en Cuba por una decisión personal y cultural, y mi compromiso no es con lo que piensen o crean determinadas personas, sino con mi país, que es más grande que todos nosotros. Y si estoy o estuviera equivocado, bueno, pues también es mi derecho a equivocarme, pues lo que me hubiera podido llevar al error es mi fe y mis ideas. Otros que deciden más que yo se han equivocado más veces, en cosas más trascendentes... Pero, en cualquier caso, siempre es lamentable ver cómo ciertas mezquindades y miedos funcionan en nuestra sociedad y hasta deciden qué es lo bueno, lo regular y lo que no es conveniente… y a veces yo caigo en la categoría de lo “inconveniente”.

E.S: -¿Qué significa para tu oficio de escritor este premio con el que ha sido distinguida una nómina de escritoras y escritores que ostentan una obra tan reconocida como disímil entre si y tan diferente de la tuya en algunos casos?
L.P: -Para mí, en lo particular, es un compromiso con la cultura cubana, la que fundó Heredia hace 200 años y que tanto ha significado para la vida de este país tan chiquito y tan desproporcionado por su tremenda capacidad de crear una cultura artística que es más grande que su geografía. Ser un escritor cubano es un reto. Ser un escritor cubano en el siglo XXI, es un doble reto. Porque muchas veces hay que escribir contracorriente (o sin corriente, como nos pasó en los años 1990), porque no se acaba de separar lo político de lo artístico, lo pasajero de lo permanente, las ideas sociales de las personas individuales, la geografía de la pertenencia. Significa, también, un compromiso con mi trabajo, un nuevo convencimiento de que si en un momento se me ocurre la peregrina idea de pensar que he llegado (a dónde sea), en mi próximo libro proponerme llegar un poco más lejos, siempre retarme, siempre complicarme la existencia. Y en otro plano, el de mi generación de escritores, sobre todo los narradores, creo que significa la demostración de que teníamos la razón cuando nos propusimos cambiarle la mala cara a la literatura cubana que nos encontramos en 1980, y entre todos, comenzamos a golpear el yunque… Por eso creo que mi trabajo no hubiera sido posible sin el de los colegas y amigos que me han acompañado en ese empeño por 30 años: Arturo, Abilio, Senel, Luis Manuel, Abel, Mejides, Daína, Reynaldo Montero, Lichi, Sacha, Jorge Luis Hernández y poetas como Reina, Ramoncito, Alex Fleites, Lorente… y paro de hacer la lista porque serían muchos los que deberían estar y muchos los que se me podrían olvidar en este momento preciso: en fin, todos esos que saben que deben estar ahí, pues han estado conmigo.
Por último, creo que este premio ratifica algo muy importante para mí: y es que si un día me propuse utilizar los recursos de los “géneros” (la novela policial, la novela histórica), que para algunos eran y son formas “menores” de la literatura, me ratifica, te decía, que con esos instrumentos se podía hacer literatura si uno entraba en ellos con esa pretensión: hacer literatura. Creo que el hecho de que mis novelas “policiales” hayan ganado muchos premios de literatura “seria”, que haya sido publicada fuera de Cuba y en Cuba por editoriales y colecciones que habitualmente no publican novelas “policiales”, que los críticos y estudiosos se hayan detenido en ellas y que los lectores se interesen más en el cómo o el por qué que en el quién (un asesino), requetecontrarratifica que es posible hacer literatura desde los géneros y, chico, hasta ganar un premio nacional de literatura con esas novelas.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

Nacer es aquí una fiesta innombrable



Noche insular: jardines invisibles



Más que lebrel, ligero y dividido
al esparcir su dulce acometida,
los miembros suyos, anillos y fragmentos,
ruedan, desobediente son,
al tiempo enemistado.
Su vago verde gira
en la estación más leve del rocío
que no revela el cuerpo
su oscura caja de cristales.
El mundo suave despereza
su casta acometida,
y los hombres contados y furiosos,
como animales de unidad ruinosa,
dulcemente peinados, sobre nubes.

Cantidades rosadas de ventanas
crecidas en estío,
no preguntan, ni endulzan ni enamoran,
ni sus posibles sueños divinizan
los números hinchados, hipogrifos
que adormecen sonámbulas tijeras,
blancas guedejas de guitarras,
caballos que la lluvia ciñe
de llaves breves y de llamas suaves.

Lenta y maestra la ventana al fuego,
en la extensión más ciega del imperio,
vuelve tocando el sigiloso juego
del arenado timbre de las jarras.
No podrá hinchar a las campanas
la rica tela de su pesadumbre,
y su duro tesón, tienda
con los grotescos signos del destierro,
como estatua por ríos conducida,
disolviéndose va, ciega labrándose,
e ironizando sus prestamos de gloria.

El halcón que el agua no acorrala,
extiende su amarillo helado,
su rumor de pronto despertado
como el rocío que borra las pisadas
y agranda los signos manuales
del hastío, la ira y el desdén.
Justa la seriedad del agua arrebatada,
sus pasiones ganando su recreo.
Su rumor nadando por el techo
de la mansión siniestra agujereada.

Ofreciendo a la brisa sus torneos,
el halcón remueve la ofrenda de su llama,
su amarillo helado.
Mudo, cerrado huerto
donde la cifra empieza el desvarío.
Oh cautelosa, diosa mía del mar,
tus silenciosas grutas abandona,
llueve en todas las grutas tus silencios
que la nieve derrite suavemente
como la flor por el sueño invadida.
Oh flor rota, escama dolorida,
envolturas de crujidos lentísimos,
en vuestros mundos de pasión alterada,
quedad como la sombra que al cuerpo
abandonando se entretiene eternamente
entre el río y el eco.

Verdes insectos portando sus fanales
se pierden en la voraz linterna silenciosa.
Cenizas, donceles de rencor apagado,
sus dolorosos silencios, sus errantes
espirales de ceniza y de cieno,
pierden suavemente entregados
en escamas y en frente acariciada.
Aun sin existir el marfil dignifica
el cansancio como los cuadrados negros
de un cielo ligero.
La esbeltez eterna del gamo
suena sus flautas invisibles,
como el insecto de suciedad verdeoro.
El agua con sus piernas escuetas
piensa entre rocas sencillas,
y se abraza con el humo siniestro
que crece sin sonido.
Joven amargo, oh cautelosa,
en tus jardines de humedad conocida
trocado en ciervo el joven
que de noche arrancaba las flores
con sus balanzas para el agua nocturna.
Escarcha envolvente su gemido.
Tú, el seductor, airado can
de liviana llama entretejido,
perro de llamas y maldito,
entre rocas nevadas y frente de desazón
verdinegra, suavemente paseando.
Tocando en lentas gotas dulces
la piel deshecha en remolinos humeantes.

La misma pequeñez de la luz
adivina los más lejanos rostros.
La Luz vendrá mansa y trenzando
el aire con el agua apenas recordada.
Aun el surtidor sin su espada ligera.
Brevedad de esta luz, delicadeza suma.
En tus palacios de cúpulas rodadas,
los jardines y su gravedad de húmeda orquesta
respiran con el plumón de viajeros pintados.
Perdidos en las ciudades marinas
los corceles suspiran acariciadas definiciones,
ciegos portadores de limones y almejas.
No es en vuestro cordaje de morados violines
donde la noche golpea.
Inadvertidas nubes y el hombre invisible,
jardines lentamente iniciando
el débil ruiseñor hilando los carbunclos
de la entreabierta siesta
y el parado río de la muerte.

La mar violeta añora el nacimiento de los dioses,
ya que nacer es aquí una fiesta innombrable,
un redoble de cortejos y tritones reinando.
La mar inmóvil y el aire sin sus aves,
dulce horror el nacimiento de la ciudad
apenas recordada.
Las uvas y el caracol de escritura sombría
contemplan desfilar prisioneros
en sus paseos de límites siniestros,
pintados efebos en su lejano ruido,
ángeles mustios tras sus flautas,
brevemente sonando sus cadenas.

Entrad desnudos en vuestros lechos marmóreos.
Vivid y recordad como los viajeros pintados,
ciudades giratorias, líquidos jardines verdinegros,
mar envolvente, violeta, luz apresada,
delicadeza suma, aire gracioso, ligero,
como los animales de sueño irreemplazable,
¿o acaso como angélico jinete de la luz
prefieres habitar el canto desprendido
de la nube increada nadando en el espejo,
o del invisible rostro que mora entre el peine y
el lago?

La luz grata,
penetradora de los cuerpos bruñidos,
cristal que el fuego fortalece,
envía sus agradables sumas de rocío.
En esos mundos blandos el hombre despereza,
como el rocío de que parten corceles,
extiende el jazmín y las nubes bosteza.
Dioses si no ordenan, olvidan,
separan el rocío del verdor mortecino.
Pero la última noche venerable
guardaba al pez arrastrado, su agonía
de agujas carmesíes,
como marinero de blandas cenizas
y altivez rosada.

Entre tubos de vidrio o girasol
disminuye su cielo despedido,
su lengua apuntadora
de canarios y antílopes cifrados,
con dulces marcas y avisado cuello.
Sus breves conductas redoradas
por colecciones de sedientas fresas,
porcelana o bambú, signo de grulla
relamida, ave llama, gualda,
ave mojada, brevemente mecida.
Jardines de laca limitados
por el cielo que pinta
lo que la mano dulcemente borra.
Noble medida del tiempo acariciado.
En su son durmiente las horas revolaban
y palomas y arenas lo cubrían.

Una caricia de ese eterno musgo,
mansas caderas de ese suave oleaje,
el planeta lejano las gobierna
con su aliento de plata acompañante.
Alzase en el coro la voz reclamada.
Trencen las ninfas la muerte y la gracia
que diminuto rocío al dios se ofrecen.
Dance la luz ocultando su rostro.
Y vuelvan crepúsculos y flautas
dividiendo en el aire sus sonrisas.
Inícianse los címbalos y ahuyentan
oscuros animales de frente lloviznada;
a la noche mintiendo inexpresiva
groseros animales sentados en la piedra.
robustos candelabros y cuernos
de culpable metal y son huido.
Desterrando agrietado el arco mensajero
la transparencia del sonido muere.
El verdeoro de las flautas rompe
entretejidos antílopes de nieve corpulenta
y abreviados pasos que a la nube atormentan.
¿Puede acaso el granizo armándose
en el sueño, siguiendo sus heridas
preguntar en la nube o en el rostro?
Dance la luz reconciliando
al hombre con sus dioses desdeñosos.
Ambos sonrientes, diciendo
los vencimientos de la muerte universal
y la calidad tranquila de la luz.

Lezama Lima

viernes, 14 de diciembre de 2012

Yo vengo a ofrecer mi corazón



En el concierto del 5 de diciembre en La Habana, Fito hizo un alto y jugueteando con las notas del piano comenzó a hablar, algo así como que... las palabras, las palabras, pero prefiero un abrazo, una caricia, el polvo... y todo esto es para decirles que hay canciones que todavía me gustan y quiero cantar esta. Y nos regaló “Al lado del camino”. Curiosa asociación entre ese comentario y la letra dura, desgarradora de su canción. ¿En qué estaría pensando? No lo sé, claro, sin embargo creo que vale la pena hacerse la pregunta porque esa noche Fito era todo emoción y nos puso a disfrutar y también a pensar, hecho que no es muy frecuente. Decía el Bola que “no se puede tener conciencia y corazón”; no sé, no sé...por el momento sigo sintiendo, pensando y prefiriendo, igual que Fito, el abrazo, la caricia, el polvo...y qué decir si además me depararan la sorpresa de crear una melodía, un poema o mejor un beso que se claven en otro corazón y en otra mente con letra color de sangre y un aroma imborrable y sutil como del galán de noche o el de mi sudor pegado a esa otra piel. 
Así podría pasar de la curiosa asociación de “Al lado del camino”, para el preferible...Te vi, te vi, te vi, yo no buscaba a nadie y te vi... que me hizo el regalo de escuchar esa noche a una muchacha presente en el teatro cambiar la letra de la canción y acomodarla a su propia manera de ver . Un préstamo, un alegre robo a Fito, que arrancó de sorpresa esa emoción y esas palabras a esa otra voz ajena a sus canciones. Quizás termine yo entendiendo por qué comenzó murmurando, mientras acariciaba el piano, ... las palabras, las palabras...

Ernesto Sierra








domingo, 2 de diciembre de 2012

Fotografía del cuerpo en Cuba. Miradas




Fotografía del cuerpo en Cuba. Miradas


El próximo 5 de diciembre, a las 10:00 de la mañana, en el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, el poeta Rafael Acosta De Arriba, dictará la conferencia, “Fotografía del cuerpo en Cuba. Miradas”.
La conferencia tratará sobre la fotografía del cuerpo hecha en Cuba desde el siglo XIX al presente. Se abordarán los inicios de la recreación del cuerpo por la filosofía y el arte en Occidente hasta la llegada de la fotografía. A partir de este momento se analizará cómo se introduce en Cuba la fotografía y las primeras imágenes del cuerpo que se gestan en la isla. Después se analizará cómo evoluciona esta producción de imágenes hasta arribar al presente.
Es una inmensa parábola del tratamiento del cuerpo por los artistas del lente en el país, por supuesto debidamente ilustrada con imágenes de cerca de 90 artistas.
RAFAEL ACOSTA DE ARRIBA (La Habana, 1953) es Lic. en Educación (1975) y Dr. en Ciencias Históricas (1998). Ostenta, además, un segundo Doctorado en Ciencias (2009). Crítico de arte, ensayista, poeta, Investigador Titular en el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, donde además funge como Presidente del Programa Ramal de Creación Artística y Literaria y Profesor Titular Adjunto del Instituto Superior de Arte (ISA) y de la Facultad de Artes y Letras de la UniversidadLa Habana.. Es miembro de la UNEAC y de la ANHIC. Es Presidente del Consejo Técnico Asesor del Museo Nacional de Bellas Artes y secretario del Tribunal de Grados Científicos. Es miembro de los consejos editoriales de otras varias culturales y pertenece a los Consejos Científicos del ISA y del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello.
Fue jefe de redacción de las revistas Cine Cubano y de la Biblioteca Nacional José Martí, así como director del Centro de Información del ICAIC y Director de Prensa durante seis años del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Fue Presidente del Consejo Nacional de Artes Plásticas y Presidió la VII y VIII Bienal de La Habana. Durante siete años dirigió la Revista Artecubano y el mensuario Noticias de Artecubano, y fundó en 2005 la Revista Fotografía Cubana, de la cual fue su primer director.
Ha recibido numerosos premios y distinciones, entre los que se cuentan el Anual de Investigación Cultural, Razón de Ser y Pinos Nuevos.
Ha dictado conferencias, cursos de postgrado y maestrías dentro y fuera de Cuba. Ha viajado a 16 países en función de eventos artísticos y científicos. Ensayos y artículos suyos han sido publicados en revistas especializadas de Cuba y el extranjero.
Es autor de varios libros entre los que se cuentan Profecía del Vino (1995), Apuntes sobre el pensamiento político de Carlos Manuel de Céspedes (1996), Biobibliografía de Carlos Manuel de Céspedes (1997), Puertas Oscuras (1997), Fractura del Tiempo (1998) Los silencios quebrados de San Lorenzo (1999), El signo y la letra (2001), Momentos (2003), Haz de espigas (2007), Caminos de la mirada (2007) y Los signos mutantes del laberinto (2010).

sábado, 1 de diciembre de 2012

La escritura como competencia


Texto leído por Leonardo Padura en la Semana de Autor en la Casa de las Américas

Desde hace unos años me pregunto qué habría sido de mi vida ―o cómo habría sido mi vida, en realidad― si la tarde del 1º de septiembre de 1975 no me hubiera sorprendido bajo las amables arboledas del cruce habanero de Zapata y G, a las puertas del edificio de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana.

Al borde de los veinte años que pronto cumpliría, yo era en aquel momento la estampa viva de la inocencia, una hoja que el viento, imprevisible, podía mover hacia un destino mucho más imprevisible. Apenas unos meses atrás, el día que en un salón del preuniversitario donde estudiaba me vi en el trance de optar por una carrera universitaria, mis vocaciones eran tan incongruentes y dispares que luego de pensarlo varias veces y ante la noticia de que ese año no abriría la escuela de periodismo (me gustaba un poco aquello de ser cronista deportivo, pero, repito, un poco), deseché en un minuto la idea de estudiar arquitectura o cualquier especialidad directamente ligada con las matemáticas (la asignatura que había sido siempre mi fuerte) y me decanté por la carrera de Historia del Arte, en primera opción, y por ¡Geología!, en la segunda.

Por qué un matemático con aficiones geológicas pretendía estudiar Historia del Arte es todavía un misterio para mí. Creo que todo se debió al hecho de que entre las disparatadas y desactualizadas listas de carreras universitarias a escoger, había visto que existía una especialidad de Cine, Teatro y Televisión, como parte de Historia del Arte, y me gustó la tentadora posibilidad de pasar mi vida entre cines, teatros y televisores, más que entre ecuaciones y logaritmos.

Sin embargo, una semana antes del 1º de septiembre tuve un primer encontronazo con la realidad: la muy selectiva carrera de Historia del Arte que yo había escogido y merecido (era el aspirante con más alta puntuación de todos los preuniversitarios de la capital) no abriría su matrícula ese año, por lo que debía optar por alguna de las especialidades de Letras, las únicas a nuestra disposición.

Pienso que debo haber sido uno de los estudiantes de Letras más iletrados que alguna vez matricularon en la Escuela de Zapata y G. Mis lecturas hasta entonces eran tan raquíticas como la de cualquier muchacho de veinte años que ha dedicado lo mejor de su vida en jugar a la pelota, conversar con los amigos y perseguir a alguna muchacha con primeras intenciones. Muchos de mis compañeros de curso, mientras tanto, ya habían leído a García Márquez y a Carpentier, incluso a Cortázar y a Borges, y podían hablar de la poesía y la prosa de Benedetti y, en voz baja, de alguna de aquellas fabulosas novelas del primer Mario Vargas Llosa, ya para entonces enemistado a muerte con el sistema cubano.

¿Cómo aquel “buen salvaje” del barrio habanero de Mantilla que era yo el 1º de septiembre de 1975 pudo empezar a desbrozar los caminos de su monumental incultura y, dos años después, convertirse en colaborador habitual de revistas como El Caimán Barbudo, Alma Mater y Universidad de La Habana, y ser diez años después autor de un primer libro publicado, y luego, definitivamente, convertirme en escritor? Creo que la única respuesta posible es esta: gracias a la pelota.

Haber jugado pelota cada día de mi existencia hasta el momento en que me convertí en estudiante de la Escuela de Letras, haber pensado siempre en la pelota, y ser, aún hoy, un pelotero frustrado, fue la clave que, unida a la circunstancia de haber estado el 1º de septiembre de 1975 frente al edificio de Zapata y G y no en otro sitio, decidieron mi vida. La pelota me había arraigado un “espíritu deportivo”, o para ser más exacto, una necesidad de competencia tan acendrada que, al verme en el último lugar de la tabla de posiciones entre los estudiantes de la Escuela de Letras, decidí que mi única posibilidad era demostrar en el terreno que yo también podía competir.

Creo que el ambiente intelectual, el aire vagamente creativo que entonces se respiraba en el recinto de Zapata y G fue un impulso importante para mi decisión. Allí había muchos y buenos lectores, incluso algunos incipientes escritores y contra ellos establecí mi competencia.

Nunca en mi vida he vuelto a leer tanto ni a disfrutar del mismo modo la lectura como en aquellos años de ignorancia y descubrimientos. Además de las lecturas obligatorias, bajo mi necesidad de elevarme pasaron entonces decenas de libros que ya mis compañeros habían leído y que para mí fueron felices encuentros. Varios de mis compañeros de aula, mucho más “leídos” fueron mis primeros mentores y adversarios ―el poeta Alex Fleites, los ensayistas Jorge Luis Arcos y José Luis Ferrer (poeta uno, narrador el otro), el políglota y discutidor Arsenio Cicero― mientras otros nuevos amigos de aquella época, como el entrañable matancero Lincoln Capote, o mi colega de “inserción” en la oficina de la escuela, Abilio Estévez (considerado hoy uno de los grandes dramaturgos y novelistas cubanos), me indujeron a lecturas reveladoras de clásicos norteamericanos y de autores cubanos.

Leí en tales proporciones que antes de terminar el primer año de carrera me sentí tan en forma, tan listo para la competencia, que hasta escribí lo que parece haber sido mi primer cuento: un relato semifantástico que le di a leer a Abilio (por aquel tiempo ya en tercer año de la carrera), quien, con su mesura habitual, apenas se atrevió a decirme que no debía abusar tanto de las admiraciones en los diálogos, pues mis personajes hablaban de asombro en asombro, de alarido en alarido.

Vistos a la distancia de dos décadas, los cinco años que pasé en la Escuela de Letras ―en algún momento bautizada Facultad de Filología― de la Universidad de La Habana fueron un período más feliz que desdichado, a pesar de que por entonces ―plena década de 1970, por Dios, ortodoxa y represiva―, recibí las primeras acusaciones de ser un desviado ideológico y ―cito textual― un “socarrón autosuficiente”, con todo el riesgo que aquellas valoraciones entrañaron. Pero la atmósfera intelectual que se vivía entre los estudiantes, las posibilidades que nos descubrían algunos profesores ―el gordo Guillermo Rodríguez Rivera, Daniel Chavarría con sus novelas, Maggie Mateo y el bueno de Salvador Redonet― elevaron cada día el listón de mis aspiraciones y me empujaron hacia el camino de la literatura ―de la lectura, del análisis y de la escritura―, en el cual, por participar de una competencia, todavía ando hoy, con el bate en un hombro y la pelota en la mano.

Enero, 2006

Escribir en Cuba en el siglo XXI. (Apuntes para un ensayo posible)


Este martes 27 de noviembre, comenzó en la Casa de las Américas la ya habitual "Semana de Autor", que invita a un renombrado autor de nuestro continente a reunirse con el público para compartir lecturas, acercamientos críticos a su obra y presentaciones de libros. En esta ocasión el invitado ha sido Leonardo Padura, primer escritor cubano distinguido con dicho homenaje. Padura, el escritor cubano actual residente en la Isla con mayor éxito comercial y quizás el más leído, despierta el interés de sus lectores y la prensa tanto con sus textos como con sus opiniones públicas. He recibido algunos mensajes y llamadas que solicitan detalles propósito de esta "Semana"... Por eso decido compartir algunos textos de y sobre Padura, leídos en la Casa de las Américas, publicados en su portal digital, La Ventana. Es mejor leer el cuento, a que le cuenten a uno. 

Padura lee sus palabras en la Sala Che Guevara. 
Foto: (Bernardo) Todas las fotos registradas. Please don't use this image on websites, blogs or other media without my explicit permission. © All rights reserved

Intervención con la cual el escritor cubano Leonardo Padura dejó abiertos los días de la Semana de Autor, este martes 27 de noviembre en la Casa de las Américas


Hay tres preguntas que me hago con cierta frecuencia, y aunque para otras personas algunas de esas interrogantes puedan no tener demasiado o ningún sentido, tratar de encontrarle una respuesta convincente a cada una de ellas es uno de los desafíos que más me obsesiona. Y suelo ser bastante obsesivo.

La primera, y quizás la de más fácil y en apariencia obvia respuesta es ¿por qué soy cubano? La posible facilidad con que podría ser contestada, es decir, soy cubano simplemente porque nací en Cuba y he vivido toda mi vida en Cuba, por lo cual sentimental, cultural y humanamente no tengo otra opción que la de ser cubano, se puede complicar con cierto sentimiento de predestinación cósmica, de fatalidad o gracia geográfica (la maldita circunstancia de Virgilio o la Perla de las Antillas desde tiempos de España), razones todas ajenas a mi voluntad o capacidad de decisión. Pero incluso la respuesta podría enrevesarse más si a esa condición natal o incluso escogida, se le añaden los elementos de lo que implica una pertenencia asumida por encima de lo jurídico, y que caería entonces en un territorio donde sí incide el albedrío personal. Ahora bien, si como ocurre en tantas ocasiones, a esta simple pregunta se le intercala una recurrida y utilísima interjección muy común en el vocabulario de un cubano, y se ubica en un determinado contexto, puede perder toda su simplicidad aparente y convertirse en un desafío histórico o filosófico. ¿No es eso lo que ocurre cuando, en lugar de uno preguntarse “¿por qué soy cubano?”, se pregunta, “¿por qué coño soy cubano?”…

Hecha y matizada esa pregunta, su pertinencia en mi obsesiones se hace más evidente, pues sin ella y sus posibles respuestas, que pueden estar condicionadas por factores coyunturales, difícil me resultaría empezar a hacerme las otras dos preguntas recurrentes y evidentemente más complicadas: ¿por qué soy un escritor cubano? Y, sobre todo, una que calca y a la vez amplia y modifica el sentido de la anterior con una subordinada: ¿por qué soy un escritor cubano que escribe y vive en Cuba?

Si confieso que para la primera de estas dos últimas preguntas no tengo una respuesta convincente, tal vez no me creerán. Sobre todo porque mucha gente, empezando por mí mismo, no suele creer en esas predestinaciones cósmicas que antes mencioné. Solamente debo advertir que nací y crecí en una casa donde solo había 9 libros –ocho volúmenes de las Selecciones del Reader Digests y una Biblia-, que soy hijo de un masón y una católica a la cubana de los más corrientes y típicos, que crecí en un barrio llamado Mantilla donde todavía se dice “ir a La Habana” cuando alguien se traslada al centro de la ciudad, y que hasta 1980 el nivel escolar más alto alcanzado por alguien de mi familia era el octavo grado al que habían llegado, a duras penas, mi madre y una tía paterna. Resulta evidente que, con tales antecedentes, con la agravante de que durante los primeros dieciocho años de mi vida lo que más me atrajo y a lo que más tiempo dediqué fue a practicar, ver o pensar en el juego de pelota, y a que entre todas las obligaciones académicas de los estudios medios mi asignatura favorita era la de matemáticas, no veo en mi pasado remoto razón alguna que pueda indicar una vocación, en la edad en que se forjan las vocaciones más profundas.

Fue en la Escuela de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, en un momento mutilada y condenada a ser solo Escuela de Letras y, de pronto, transfigurada en Facultad de Filología, donde me topé con el deseo de ser escritor, como si no pudiera dejar de hacerlo. Lo interesante es que llegué a ese sitio y encuentro por pura causalidad socialista, pues mi intención de graduado preuniversitario fue la de estudiar periodismo con el sueño de fungir como cronista deportivo. Pero en aquel preciso curso académico no abría la carrera de periodismo, como tampoco la de Historia del Arte, por la que luego intenté decantarme. Ante tanta reorganización de lo que estaba organizado –era el año 1975, la cúspide de la institucionalización del país-, trastabillando tras mi sueño de escribir sobre pelota, terminé estudiando Literatura Hispanoamericana, sin imaginar siquiera que aquellas “actualizaciones” universitarias me pondrían en el camino de lo que ha sido mi vida profesional y sentimental, o sea, toda mi vida, pues mientras estudiaba esa carrera sentí por primera vez la posibilidad de soñar, no ya con la crónica deportiva, sino con la práctica de la literatura y además encontré a la muchacha que, desde entonces, me acompaña en cada acto de mi existencia (aunque debo admitir que a veces lo hace a regañadientes). Por ello, a diferencia de otros pretendientes a escritores o incipientes escritores que comenzaron a levantar la cabeza en la isla por aquellos años finales de la década de 1970 y que se harían más visibles en el decenio siguiente, cuando comienzo a sentir las exigencias de la literatura, yo no tenía la menor conciencia de en qué universo pretendía entrar y, de hecho, estaba entrando.

Justo por aquellos años una de las profesiones más ingratas a las que se pudiera aspirar en Cuba era precisamente la de practicar la literatura, a la cual, sin embargo, se daban entusiastamente tantos habitantes del país que se podía tener la impresión de que éramos el paraíso de los escritores. Porque en la Cuba de 1980 había, además de poetas, narradores y ensayistas a secas, también muchísimos creadores “colectivos” de teatro nuevo, legiones de escritores policiales, de testimonio y de ciencia-ficción, y miles de talleristas, escritores voluntarios y escritores aficionados, todos con sus concursos, premios y publicaciones. Curiosamente aquella superpoblación de nuestra República de las Letras había cuajado justo cuando varias decenas de los más notables escritores cubanos, por causas, sospechas y hasta simples suspicacias de diverso origen, había vivido toda una década de marginación y silencio, en medio de la cual algunos de ellos se encontraron con la muerte y el silencio eterno. Mi desconocimiento o mal conocimiento de aquella historia oscura no me hizo dejar de notar, sin embargo, algo que me pareció alarmante: ¿tan graves habían sido los pecados o deslices de estos escritores cubanos si en aquellos inicios de la década de 1980 se les rehabilitaba silenciosamente, como si lo pasado nunca hubiera pasado?

Fue en el ambiente más favorable de esos años cuando me hice –o comencé a hacerme- un escritor cubano que vivía en Cuba, y por vía atmosférica, más que por un proceso de racionalización, fui descubriendo cómo debía enfrentar la literatura alguien que pretendiera ser aquello en lo que yo me estaba convirtiendo: un escritor cubano que vive en Cuba. Para comenzar, alguien con tal condición era un compañero que necesariamente debía tener un trabajo (como periodista, asesor literario, profesor, funcionario) y realizar además de sus empeños literarios, que se hacían en horas robadas al descanso o al horario laboral; era alguien cuya aspiración máxima radicaba en el hecho de sacar un turno en la cola para publicar sus obras en alguna editorial de la isla, pues el extranjero resultaba algo difuso, lejano, solo accesible para figuras ya históricas como Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, o para autores tan reconocidos como Manuel Cofiño, el escritor por excelencia, en cuyo maletín siempre estaban los sobados contratos de las traducciones al ruso, moldavo, rumano, uzbeko de sus exitosas y muy promovidas y reeditadas novelas. Y un escritor cubano debía ser, además, un ser social con suficiente conciencia de clase, del momento histórico –siempre hemos vivido en un momento histórico- y de la responsabilidad del intelectual en la sociedad, como para escribir solo que se suponía –o le hacían suponer- que debía escribir. En dos palabras: alguien capaz de manejar con tino el arte castrante de la autocensura para evitar el agravio de la censura.

Para un pretendiente a escritor cubano mis destinos laborales de aquella década de 1980 fueron los mejores que hoy pudiera imaginar y, si me hubiera sido posible, escoger. Para mi fortuna, mi primer centro de trabajo fue El Caimán Barbudo cuando “El Caimán” se había convertido en el centro más activo de las pequeñas (o no tan pequeñas) preocupaciones de los jóvenes escritores de entonces. Así, en “El Caimán” pude hacer mi conocimiento del mundo y las figuras de la literatura cubana de aquel momento y desarrollé un fuerte sentimiento de pertenencia generacional. Allí también aprendí que las reglas de juego establecidas en la década de 1970 para el mundo de la cultura, seguían funcionando en una especie de extrainning interminable y que cualquier movimiento en falso podía ser considerado un “balk” por los árbitros de la pureza ideológica. Luego, tras mi salida bastante estrepitosa del mensuario cultural (me cantaron un “balk”), fui a trabajar al vespertino Juventud Rebelde, donde se suponía que debía ser reeducado ideológicamente, pero donde en realidad me eduqué literariamente, gracias al conocimiento más íntimo de la historia de mi país, a las muchas horas que pude dedicar a la lectura y a la práctica de un periodismo que me abriría las puertas de una conciencia de lo que iba a ser mi literatura. Pero, sobre todo, porque en esos años conseguí hacer un reconocimiento más maduro de mis expectativas, de mí mismo y de la sociedad en la que vivía –a lo que mucho me ayudó, de manera dolorosa pero rápida y eficiente, el año que pasé en Angola y a lo largo del cual conocí no solo el miedo (algo muy personal), sino también la verdadera pobreza material, y las miserias y bondades de los seres humanos, manifestadas en sus estados más consolidados y patentes.

En aquella época, aunque escribí muy poco –sobre todo en la etapa de Juventud Rebelde, cuando fui cariñosa y peligrosamente absorbido por la labor periodística-, junto a otros escritores de mi generación, fui perfilando unos intereses literarios que mucho tenían que ver con nuestras propias experiencias, pero también con una lógica reacción a lo que se había escrito en Cuba, y cómo se había escrito, en los años anteriores, los del terrible decenio negro. Una incipiente conciencia de que la política y la literatura debían tener existencias independientes, de que el hombre y sus dramas puede o debe ser el centro de la creación artística, y de que mirar críticamente el entorno era una responsabilidad posible para el escritor, fueron moldeando unos intereses colectivos y haciéndose patentes en las obras que, con mayor o menor fortuna artística, creamos y hasta publicamos en esos tiempos, no sin ciertos sobresaltos, aunque en realidad atenuados respecto al pasado inmediato.

Pero (por la dichosa conjunción cósmica o por una simple necesidad histórico-concreta) sería la década de 1990 la de mi conversión real y definitiva en un escritor, por supuesto que cubano y que viviría en Cuba, con el colofón de llegar a ser, a partir de 1995, un escritor profesional... Sería aquella época, además, y por cierto, la de la caída del muro de Berlín, el tambaleo y derrumbe de la hermana Unión Soviética, y la de los tiempos más álgidos del Período Especial. Si en medio de aquellas catástrofes, que tuvieron efectos tan directos como la falta (entre otras cosas) de electricidad, comida y transporte, además de la paralización de la industria cultural y editorial del país, si en medio de tantas incertidumbres continué siendo un escritor cubano que vivía en Cuba quizás se deba, sobre todo, a que la primera pregunta de las que me obsesionan –es decir, ¿por qué soy cubano?- colocó en las balanzas posibles todo su peso interior a través de un sentido de pertenencia y porque ya era un escritor cubano (a esas alturas ya difícilmente podía ser otra cosa) y mi intención era ser un escritor cubano que escribiera sobre Cuba, con la mayor libertad y sinceridad posibles, empeñado en reflejar los conflictos (al menos algunos de ellos) de mi sociedad y asumiendo los riesgos inherentes a tal empeño. Y, atado a mis pertenencias y para conseguir ese propósito literario, decidí personal, soberana y conscientemente quedarme en Cuba y, a pesar de las carencias e incertidumbres que nos tocaban las puertas a casi todos, y hasta de mis propios miedos, escribir en Cuba y sobre Cuba.

Fue la práctica de la literatura la que me salvó entonces de la locura y la desesperación a la que me abocaba el medio ambiente. Entre 1990 y 1995, mientras fungía como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba y tres veces a la semana hacía en bicicleta el recorrido Mantilla-Vedado-Mantilla, en invierno y en verano, en seca o en lluvia, la escritura se convirtió en mi refugio y escribí en ese período tres novelas –Pasado perfecto, Vientos de cuaresma y Máscaras-, un libro de cuentos, mi largo ensayo sobre Carpentier y lo real maravilloso, tres o cuatro guiones de cine y hasta organicé dos libros con mi periodismo de los años anteriores y una antología de cuentistas cubanos, El submarino amarillo. Gracias a la literatura viajé a España, México, Colombia, Argentina, Italia, Estados Unidos. Gracias a la literatura y a esos viajes y al pasaporte uruguayo de Daniel Chavarría pude comprarme una computadora y hasta una lavadora y algunas bandejas de picadillo de res en las tiendas en divisa, cerradas entonces para los cubanos, pero con un resquicio abierto para los escritores cubanos que vivíamos en Cuba y obteníamos alguna moneda fuerte de nuestras estancias en el extranjero, cuando esa moneda era convenientemente trocada en unos cheques rojizos que nos permitían acceder a aquel privilegio que, aunque no incluía las computadoras, nos salvaba de la inanición y de la cárcel (cuando allá podías terminar por andar por la calle con unos dólares en el bolsillo).

Es hora ya de advertir que, si para hablar de lo que ha sido y, sobre todo, de lo que es la práctica de la literatura en Cuba, parto de un recuento de caminos, avatares y decisiones personales, se debe a la percepción de que mi experiencia individual como escritor cubano que ha vivido y vive en la isla, recibió y ha recibido a lo largo de treinta años el peso y la influencia de todas las circunstancias por las que ha ido pasando el ejercicio de este arte en el país y que, de muchas maneras, han condicionado mis expectativas y necesidades de creador y de ciudadano perteneciente a una generación muy específica de cubanos: la que nació en la década de 1950, estudió en las universidades durante el crítico período de los 70 y entró en la literatura insular, con una tímida ruptura, en los años de 1980. La generación que, en el momento de su madurez y posible eclosión, vio alterado su desarrollo o evolución con la llegada del eufemísticamente bautizado Período Especial que marcó la última década del siglo XX y proyectó su espectro hasta este presente de hoy, de ahora mismo, la generación literaria cubana que tal vez con mayor encono recibió los golpes pero también los beneficios –sí, los beneficios- de esos años que el solo hecho de recordarlos da hambre, calor y hasta riesgos de sufrir una polineuritis cegadora. ¿Se acuerdan de la polineuritis, verdad?

Porque en medio de aquel caos, locura, lucha por la supervivencia pura y dura que se instauró en el país, mientras escribía como un loco para no volverme loco, algo comenzó a cambiar en la condición del escritor cubano que vivía en Cuba, movida por la presión de esa especie cultural que, por supuesto, ya no era tan abundante como en los días de 1970 y 1980, pues publicar un libro en una editorial del país se convirtió en algo excepcional y muchos dejaron de intentarlo, porque otros “escritores” emergidos en los 70 no lo eran tanto y se evaporaron, y porque otros muchos de los escritores cubanos que vivían en Cuba cambiaron su condición por la de escritores cubanos que vivían fuera de Cuba o, como se les ha dado en llamar, escritores de la diáspora o el exilio (una relación, lamentablemente desactualizada, aparece en el epílogo al Informe contra mi mismo, del entrañable y ya desaparecido Lichi Diego, alias Eliseo Alberto).

Lo que se movió en el territorio de la creación y específicamente de la literatura cubana fue una suma de circunstancias materiales y espirituales capaces, en su conjunto, de redefinir la situación del escritor que vivía en Cuba y alterar de modo bastante radical el contenido y las intenciones de su obra. Entre esos elementos estuvo la ya mencionada paralización de la industria editorial del país, lo que obligó a los escritores a buscar por el mundo un premio literario que los salvara de la inopia y, a la vez, una vía para estampar sus obras, sin que, por primera vez en tres décadas aquellas intenciones editoriales se convirtieran en un pecado, punible como todos los pecados; por supuesto, esta relación diferente con el presunto o al fin encontrado editor extranjero creó una dinámica a su vez diferente, menos prejuiciada, entre el escritor y su obra, pues esta última ya no estaba destinada, al menos en primera instancia, a un editor cubano que podría leerla como un funcionario del estado cubano y, desde tal perspectiva comprometida, admitirla o rechazarla; súmese a estos dos elementos, otros de carácter social y espiritual que marcarían la época: el desencanto, el cansancio histórico, la revisión crítica de la sociedad y sus actores a que nos abocaron la crisis y el conocimiento de nuestra y otras realidades, de algunas verdades ni siquiera sospechadas en toda su dimensión y los propios cambios en una sociedad que estaba sufriendo violentas contracciones y dando origen a actitudes y necesidades antes sumergidas o incluso inexistentes… El resultado de todas esas revulsiones fue una literatura que muy pocos, quizás nadie, podía concebir o imaginar en los años anteriores, una literatura de indagación social, de fuerte vocación crítica, incluso en muchas ocasiones de disenso con el discurso oficial, que con su carácter y búsquedas marca los rumbos que ha seguido desde aquellos años finales del siglo XX hasta estos ya no tan iniciales del siglo XXI lo que puede considerarse el main-stream de la literatura cubana. Y en ese rubro incluyo, por supuesto, la que escriben los que viven en Cuba y los que viven fuera de Cuba, la que se publica y distribuye en Cuba y la que se edita fuera de la isla. Una creación que, justo es decirlo, muchas veces consiguió ser estampada y distribuida en Cuba, gracias a una percepción más realista del entorno y de las necesidades de expresión artística por parte de las autoridades culturales del país.

Esa literatura que se comenzó a escribir y publicar en la década de 1990, y de la cual yo participé, se propuso indagar en rincones oscuros o inexplorados de la realidad nacional, mirar críticamente hacia el pasado, bajar a los fondos de la sociedad en que vivíamos, encontrar respuestas a preguntas existenciales, sociales y hasta políticas a las circunstancias que habíamos atravesado. Varios de los escritores de ese momento consiguieron el propósito de encontrar casas editoriales fuera de la isla, entidades que publicaron y promovieron su obra, y les confirieron un nuevo sentido de independencia, tanto literaria como económica. En el terreno de lo artístico tal independencia se manifestó en una creación cada vez menos condicionada a lo establecido, más abiertamente crítica incluso, o sencillamente, más personal. En el plano de lo económico permitió la profesionalización de algunos escritores y la posibilidad de conseguirlo de muchos otros, una condición impensable hasta la década de 1980 y que, por supuesto, confería otra dosis de independencia al escritor cubano que vivía y escribía en Cuba.

En medio de esa nueva circunstancia nacional, tal vez el mayor error de esta literatura más desenfadada o desencantada o intencionadamente crítica haya sido su falta (o la incapacidad de algunos de sus creadores) de una perspectiva más universal, es decir, menos localista. La insistencia en determinados mundos sociales, personajes representativos, problemáticas específicas y modos expresivos que se tornaron repetitivos, hizo que una parte notable de esta literatura se encallara en lo inmediato, en las tan peculiares peculiaridades cubanas, y creó una retórica que, al pasar el momento de júbilo internacional por esa nueva literatura creada en la isla, en especial la novelística, cortó o dificultó el acceso a las editoriales foráneas (las cuales viven sus propias crisis) de nuevos escritores cubanos que viven en Cuba y escriben sobre Cuba.

Pero sobre esta creación, desde los años finales del siglo pasado y sobre todo en los que corren del presente han gravitado otras condiciones que, a mi juicio, están afectando su desarrollo.

Ante todo está la certeza de que la escritura en Cuba es un acto o vocación de fe, un ejercicio casi místico. En un país donde la publicación, distribución, comercialización y promoción de la literatura funciona de acuerdo a coyunturas por lo general extra artísticas y no comerciales, búsqueda de equlibrios culturales y hasta códigos aleatorios de imposible sistematización, la situación del escritor y su papel se vuelven inestables y difíciles de sostener. Los escritores que publican en Cuba reciben por sus obras unos derechos retribuidos en la cada vez más devaluada moneda nacional –en función de lo que se puede adquirir con ella-, cantidades pagadas muchas veces con relativa independencia de la calidad de su obra o de la aceptación pública que consiga. Estos derechos de autor, por supuesto, hacen casi imposible la opción por la profesionalización de los escritores (lo cual, justo es recordarlo, resulta bastante común en todo el mundo), lo cual puede incidir en la calidad de la obra emprendida. ¿Con qué recursos cuenta un escritor cubano para dedicar, digamos, tres o cuatro años a la escritura de una novela que requeira de ese tiempo de elaboración? Resulta evidente que no puede depender solo de sus derechos en pesos cubanos y que debe buscar otras alternativas laborales o profesionales con las cuales ganarse la vida o en las cuales desgastarse la vida mientras dedica el tiempo restante a la creación. El estado calamitoso de la novela cubana de los últimos años puede o no tener una relación directa con esta situación existencial y económica (imposible de revertir o al menos de aliviar mientras no cambie toda la “situación económica”), pero su estado de deterioro puede ser visible, por ejemplo, si contamos cuántas obras de este género, el más leído y publicado en el mundo, obtienen los premios anuales de la Crítica Literaria, un rasero subjetivo pero posible para medir las calidades de lo que se difunde a través de las casas editoras del país.

Otra cuestión que afecta al escritor cubano desde hace décadas, pero que se ha agudizado en los últimos tiempos, es su lamentable desinformación respecto a la literatura que se está creando en otras latitudes. Todos los lectores cubanos, todos los escritores que vivimos en la isla, padecemos de esta desactualización porque, incluso en el caso de los más enterados, siempre su relación con lo que se lee en el mundo resulta aleatoria, dependiente no de sus necesidades sino de sus posibilidades de comprar o encontrarse con determinados autores y obras que, en ningún caso, se publican o distribuyen normalmente en el país. De esta forma, el escritor cubano del siglo XXI que vive en Cuba –donde tiene un precario acceso a Internet, o simplemente no lo tiene-, se mueve a bastonazos de ciego por el universo de la literatura de su tiempo, en la cual debe insertarse y con la cual debe compartir el mercado, si logra llegar a abrir alguna puerta de esa instancia tan satanizada pero a la vez tan necesaria, incluso para la creación y la promoción nacional e internacional de la literatura.

No se puede olvidar tampoco que con mucha frecuencia el escritor cubano que vive en Cuba y escribe en Cuba debe además enfrentar una muy deficiente política promocional, entre otras razones por la propia inexistencia de un mercado del libro dentro del país, pero también, entre otros factores, por el ruinoso estado de la crítica literaria doméstica y por la todavía presente, en estos tiempos de cambio de mentalidad y de muchas otras cosas, sospecha política a la que puede verse sometido si su obra no es complaciente con los preceptos de la ortodoxia fundada en aquellos lejanos pero todavía (para algunas mentes) actuantes límites de lo “correcto” patentados en los años 1970. La suma de estos elementos ha creado, en contra de la propia validación de la literatura que se hace en el país, la sensación de que por dos generaciones la isla apenas ha dado –o simplemente no ha dado- escritores de importancia, provocando una falsa imagen de vacío.

Aunque no lo deseaba especialmente, debo volver ahora a la experiencia personal para ejemplificar cómo puede funcionar la realidad antes descrita. Cuando hace poco más de un mes la Casa de las Américas me invitó a ser el escritor que protagonizara esta Semana de Autor, más aun, el primer escritor cubano al que se le dedicara la Semana de Autor, mi previsible reacción fue de asombro. Como suelo hacer, comencé a preguntarme cosas y la primera cuestión fue: ¿por qué yo y no otros escritores más reconocidos o institucionalizados, figuras que incluso exhiben Premios Nacionales en sus currículos? Antes de hacerme más preguntas, dije a la dirección de la Casa que sí, por supuesto que sí aceptaba, con mucho orgullo, el honor y reconocimiento a un trabajo que esta Semana de Autor representa, pero a la vez no pude dejar de recordar que un año atrás, cuando la Maison de América Latina de París, el Pen Club Francés y la sociedad de amigos de Roger Caillois me entregó el premio que lleva el nombre de ese importante escritor, ningún medio oficial nacional se acercó a mí o promovió, como se promueven otros acontecimientos o acciones, un suceso que me desbordaba como escritor y entrañaba, como es evidente, un reconocimiento para la literatura cubana, sobre todo la que se hace en Cuba por los escritores que vivimos en Cuba. Porque, en la lista de los anteriores galardonados con el premio –ninguno cubano- aparecían los nombres, entre otros, de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Alvaro Mutis, Adolfo Bioy Casares… y ahora el de un cubano que sigue escribiendo y viviendo en Cuba.

No se puede olvidar, al recorrer la situación actual del escritor cubano que vive en Cuba y anotar algunas de sus tribulaciones y logros, el más esencial de los elementos que, a mi juicio, definen su carácter y, sobre todo, el de su obra. A diferencia de otros países, donde los escritores más notables o activos suelen tener una presencia social o artística gracias al soporte de los medios de mayor circulación o prestigio, el escritor cubano apenas tiene su obra y alguna que otra entrevista como vía para expresar su relación con el mundo, con su realidad, con sus obsesiones. Muchas veces la obra literaria se ve obligada a asumir entonces roles más ambiciosos y complicados de los que normalmente le competen, y funciona –o se le hace funcionar- como instrumento de indagación social y como medio para testimoniar una realidad que, de otra forma, no tendría un reflejo que la fijara y diseccionara. El escritor cubano que vive en Cuba, y día con día enfrenta la realidad del país, con sus cambios, evoluciones, reacciones sociales y sueños personales realizados o frustrados, se ha convertido en uno de los más importantes recolectores de la memoria del presente que tendrá el futuro. Esta responsabilidad añadida a la propia responsabilidad literaria confiere al escritor un compromiso civil que le da una dimensión más trascendente a su trabajo. Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que merecen esas entidades socio-históricas y humanas, es tal vez la tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el escritor cubano que vive en esta Cuba del siglo XXI. Porque es un deber con los cubanos y con la nación, porque es su destino, y porque si alguna vez ese escritor se pregunta ¿por qué soy cubano?, ¿por qué soy un escritor cubano?, y ¿por qué soy un escritor cubano que vive en Cuba? también podría cambiar el por qué en un para qué y quizás encontrar sus propias respuestas, incluso más cercanas a las predestinaciones cósmicas, pero también al papel social que ha asumido con esa vocación de fe que es la práctica de la literatura.



Texto tomado de: laventana.casa.cult.cu