Este martes 27 de noviembre, comenzó en la Casa de las Américas
la ya habitual "Semana de Autor", que invita a un renombrado autor
de nuestro continente a reunirse con el público para compartir
lecturas, acercamientos críticos a su obra y presentaciones de
libros. En esta ocasión el invitado ha sido Leonardo Padura,
primer escritor cubano distinguido con dicho homenaje. Padura, el
escritor cubano actual residente en la Isla con mayor éxito
comercial y quizás el más leído, despierta el interés de sus
lectores y la prensa tanto con sus textos como con sus opiniones
públicas. He recibido algunos mensajes y llamadas que solicitan
detalles propósito de esta "Semana"... Por eso decido compartir
algunos textos de y sobre Padura, leídos en la Casa de las
Américas, publicados en su portal digital, La Ventana. Es
mejor leer el cuento, a que le cuenten a uno.
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Padura lee sus palabras en la Sala Che Guevara.
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Intervención
con la cual el escritor cubano Leonardo Padura dejó abiertos los
días de la Semana de Autor, este martes 27 de noviembre en la Casa
de las Américas
Hay tres preguntas que me hago con
cierta frecuencia, y aunque para otras personas algunas de esas
interrogantes puedan no tener demasiado o ningún sentido, tratar de
encontrarle una respuesta convincente a cada una de ellas es uno de
los desafíos que más me obsesiona. Y suelo ser bastante
obsesivo.
La primera, y quizás la de más fácil y en
apariencia obvia respuesta es ¿por qué soy cubano? La posible
facilidad con que podría ser contestada, es decir, soy cubano
simplemente porque nací en Cuba y he vivido toda mi vida en Cuba,
por lo cual sentimental, cultural y humanamente no tengo otra opción
que la de ser cubano, se puede complicar con cierto sentimiento de
predestinación cósmica, de fatalidad o gracia geográfica (la
maldita circunstancia de Virgilio o la Perla de las Antillas desde
tiempos de España), razones todas ajenas a mi voluntad o capacidad
de decisión. Pero incluso la respuesta podría enrevesarse más si a
esa condición natal o incluso escogida, se le añaden los elementos
de lo que implica una pertenencia asumida por encima de lo jurídico,
y que caería entonces en un territorio donde sí incide el albedrío
personal. Ahora bien, si como ocurre en tantas ocasiones, a esta
simple pregunta se le intercala una recurrida y utilísima
interjección muy común en el vocabulario de un cubano, y se ubica
en un determinado contexto, puede perder toda su simplicidad aparente
y convertirse en un desafío histórico o filosófico. ¿No es eso lo
que ocurre cuando, en lugar de uno preguntarse “¿por qué soy
cubano?”, se pregunta, “¿por qué coño soy cubano?”…
Hecha y matizada esa pregunta, su pertinencia en mi
obsesiones se hace más evidente, pues sin ella y sus posibles
respuestas, que pueden estar condicionadas por factores coyunturales,
difícil me resultaría empezar a hacerme las otras dos preguntas
recurrentes y evidentemente más complicadas: ¿por qué soy un
escritor cubano? Y, sobre todo, una que calca y a la vez amplia y
modifica el sentido de la anterior con una subordinada: ¿por qué
soy un escritor cubano que escribe y vive en Cuba?
Si
confieso que para la primera de estas dos últimas preguntas no tengo
una respuesta convincente, tal vez no me creerán. Sobre todo porque
mucha gente, empezando por mí mismo, no suele creer en esas
predestinaciones cósmicas que antes mencioné. Solamente debo
advertir que nací y crecí en una casa donde solo había 9 libros
–ocho volúmenes de las Selecciones del Reader Digests y una
Biblia-, que soy hijo de un masón y una católica a la cubana
de los más corrientes y típicos, que crecí en un barrio llamado
Mantilla donde todavía se dice “ir a La Habana” cuando alguien
se traslada al centro de la ciudad, y que hasta 1980 el nivel escolar
más alto alcanzado por alguien de mi familia era el octavo grado al
que habían llegado, a duras penas, mi madre y una tía paterna.
Resulta evidente que, con tales antecedentes, con la agravante de que
durante los primeros dieciocho años de mi vida lo que más me atrajo
y a lo que más tiempo dediqué fue a practicar, ver o pensar en el
juego de pelota, y a que entre todas las obligaciones académicas de
los estudios medios mi asignatura favorita era la de matemáticas, no
veo en mi pasado remoto razón alguna que pueda indicar una vocación,
en la edad en que se forjan las vocaciones más profundas.
Fue
en la Escuela de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, en un
momento mutilada y condenada a ser solo Escuela de Letras y, de
pronto, transfigurada en Facultad de Filología, donde me topé con
el deseo de ser escritor, como si no pudiera dejar de hacerlo. Lo
interesante es que llegué a ese sitio y encuentro por pura
causalidad socialista, pues mi intención de graduado
preuniversitario fue la de estudiar periodismo con el sueño de
fungir como cronista deportivo. Pero en aquel preciso curso académico
no abría la carrera de periodismo, como tampoco la de Historia del
Arte, por la que luego intenté decantarme. Ante tanta reorganización
de lo que estaba organizado –era el año 1975, la cúspide de la
institucionalización del país-, trastabillando tras mi sueño de
escribir sobre pelota, terminé estudiando Literatura
Hispanoamericana, sin imaginar siquiera que aquellas
“actualizaciones” universitarias me pondrían en el camino de lo
que ha sido mi vida profesional y sentimental, o sea, toda mi vida,
pues mientras estudiaba esa carrera sentí por primera vez la
posibilidad de soñar, no ya con la crónica deportiva, sino con la
práctica de la literatura y además encontré a la muchacha que,
desde entonces, me acompaña en cada acto de mi existencia (aunque
debo admitir que a veces lo hace a regañadientes). Por ello, a
diferencia de otros pretendientes a escritores o incipientes
escritores que comenzaron a levantar la cabeza en la isla por
aquellos años finales de la década de 1970 y que se harían más
visibles en el decenio siguiente, cuando comienzo a sentir las
exigencias de la literatura, yo no tenía la menor conciencia de en
qué universo pretendía entrar y, de hecho, estaba entrando.
Justo
por aquellos años una de las profesiones más ingratas a las que se
pudiera aspirar en Cuba era precisamente la de practicar la
literatura, a la cual, sin embargo, se daban entusiastamente tantos
habitantes del país que se podía tener la impresión de que éramos
el paraíso de los escritores. Porque en la Cuba de 1980 había,
además de poetas, narradores y ensayistas a secas, también
muchísimos creadores “colectivos” de teatro nuevo, legiones de
escritores policiales, de testimonio y de ciencia-ficción, y miles
de talleristas, escritores voluntarios y escritores aficionados,
todos con sus concursos, premios y publicaciones. Curiosamente
aquella superpoblación de nuestra República de las Letras había
cuajado justo cuando varias decenas de los más notables escritores
cubanos, por causas, sospechas y hasta simples suspicacias de diverso
origen, había vivido toda una década de marginación y silencio, en
medio de la cual algunos de ellos se encontraron con la muerte y el
silencio eterno. Mi desconocimiento o mal conocimiento de aquella
historia oscura no me hizo dejar de notar, sin embargo, algo que me
pareció alarmante: ¿tan graves habían sido los pecados o deslices
de estos escritores cubanos si en aquellos inicios de la década de
1980 se les rehabilitaba silenciosamente, como si lo pasado nunca
hubiera pasado?
Fue en el ambiente más favorable de esos
años cuando me hice –o comencé a hacerme- un escritor cubano que
vivía en Cuba, y por vía atmosférica, más que por un proceso de
racionalización, fui descubriendo cómo debía enfrentar la
literatura alguien que pretendiera ser aquello en lo que yo me estaba
convirtiendo: un escritor cubano que vive en Cuba. Para comenzar,
alguien con tal condición era un compañero que necesariamente debía
tener un trabajo (como periodista, asesor literario, profesor,
funcionario) y realizar además de sus empeños literarios, que se
hacían en horas robadas al descanso o al horario laboral; era
alguien cuya aspiración máxima radicaba en el hecho de sacar un
turno en la cola para publicar sus obras en alguna editorial de la
isla, pues el extranjero resultaba algo difuso, lejano, solo
accesible para figuras ya históricas como Alejo Carpentier y Nicolás
Guillén, o para autores tan reconocidos como Manuel Cofiño, el
escritor por excelencia, en cuyo maletín siempre estaban los sobados
contratos de las traducciones al ruso, moldavo, rumano, uzbeko de sus
exitosas y muy promovidas y reeditadas novelas. Y un escritor cubano
debía ser, además, un ser social con suficiente conciencia de
clase, del momento histórico –siempre hemos vivido en un momento
histórico- y de la responsabilidad del intelectual en la sociedad,
como para escribir solo que se suponía –o le hacían suponer- que
debía escribir. En dos palabras: alguien capaz de manejar con tino
el arte castrante de la autocensura para evitar el agravio de la
censura.
Para un pretendiente a escritor cubano mis destinos
laborales de aquella década de 1980 fueron los mejores que hoy
pudiera imaginar y, si me hubiera sido posible, escoger. Para mi
fortuna, mi primer centro de trabajo fue El Caimán Barbudo cuando
“El Caimán” se había convertido en el centro más activo
de las pequeñas (o no tan pequeñas) preocupaciones de los jóvenes
escritores de entonces. Así, en “El Caimán” pude hacer
mi conocimiento del mundo y las figuras de la literatura cubana de
aquel momento y desarrollé un fuerte sentimiento de pertenencia
generacional. Allí también aprendí que las reglas de juego
establecidas en la década de 1970 para el mundo de la cultura,
seguían funcionando en una especie de extrainning interminable y que
cualquier movimiento en falso podía ser considerado un “balk”
por los árbitros de la pureza ideológica. Luego, tras mi salida
bastante estrepitosa del mensuario cultural (me cantaron un “balk”),
fui a trabajar al vespertino Juventud Rebelde, donde se
suponía que debía ser reeducado ideológicamente, pero donde en
realidad me eduqué literariamente, gracias al conocimiento más
íntimo de la historia de mi país, a las muchas horas que pude
dedicar a la lectura y a la práctica de un periodismo que me abriría
las puertas de una conciencia de lo que iba a ser mi literatura.
Pero, sobre todo, porque en esos años conseguí hacer un
reconocimiento más maduro de mis expectativas, de mí mismo y de la
sociedad en la que vivía –a lo que mucho me ayudó, de manera
dolorosa pero rápida y eficiente, el año que pasé en Angola y a lo
largo del cual conocí no solo el miedo (algo muy personal), sino
también la verdadera pobreza material, y las miserias y bondades de
los seres humanos, manifestadas en sus estados más consolidados y
patentes.
En aquella época, aunque escribí muy poco –sobre
todo en la etapa de Juventud Rebelde, cuando fui cariñosa y
peligrosamente absorbido por la labor periodística-, junto a otros
escritores de mi generación, fui perfilando unos intereses
literarios que mucho tenían que ver con nuestras propias
experiencias, pero también con una lógica reacción a lo que se
había escrito en Cuba, y cómo se había escrito, en los años
anteriores, los del terrible decenio negro. Una incipiente conciencia
de que la política y la literatura debían tener existencias
independientes, de que el hombre y sus dramas puede o debe ser el
centro de la creación artística, y de que mirar críticamente el
entorno era una responsabilidad posible para el escritor, fueron
moldeando unos intereses colectivos y haciéndose patentes en las
obras que, con mayor o menor fortuna artística, creamos y hasta
publicamos en esos tiempos, no sin ciertos sobresaltos, aunque en
realidad atenuados respecto al pasado inmediato.
Pero (por la
dichosa conjunción cósmica o por una simple necesidad
histórico-concreta) sería la década de 1990 la de mi conversión
real y definitiva en un escritor, por supuesto que cubano y que
viviría en Cuba, con el colofón de llegar a ser, a partir de 1995,
un escritor profesional... Sería aquella época, además, y por
cierto, la de la caída del muro de Berlín, el tambaleo y derrumbe
de la hermana Unión Soviética, y la de los tiempos más álgidos
del Período Especial. Si en medio de aquellas catástrofes, que
tuvieron efectos tan directos como la falta (entre otras cosas) de
electricidad, comida y transporte, además de la paralización de la
industria cultural y editorial del país, si en medio de tantas
incertidumbres continué siendo un escritor cubano que vivía en Cuba
quizás se deba, sobre todo, a que la primera pregunta de las que me
obsesionan –es decir, ¿por qué soy cubano?- colocó en las
balanzas posibles todo su peso interior a través de un sentido de
pertenencia y porque ya era un escritor cubano (a esas alturas ya
difícilmente podía ser otra cosa) y mi intención era ser un
escritor cubano que escribiera sobre Cuba, con la mayor libertad y
sinceridad posibles, empeñado en reflejar los conflictos (al menos
algunos de ellos) de mi sociedad y asumiendo los riesgos inherentes a
tal empeño. Y, atado a mis pertenencias y para conseguir ese
propósito literario, decidí personal, soberana y conscientemente
quedarme en Cuba y, a pesar de las carencias e incertidumbres que nos
tocaban las puertas a casi todos, y hasta de mis propios miedos,
escribir en Cuba y sobre Cuba.
Fue la práctica de la
literatura la que me salvó entonces de la locura y la desesperación
a la que me abocaba el medio ambiente. Entre 1990 y 1995, mientras
fungía como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba y tres
veces a la semana hacía en bicicleta el recorrido
Mantilla-Vedado-Mantilla, en invierno y en verano, en seca o en
lluvia, la escritura se convirtió en mi refugio y escribí en ese
período tres novelas –Pasado perfecto, Vientos de
cuaresma y Máscaras-, un libro de cuentos, mi largo
ensayo sobre Carpentier y lo real maravilloso, tres o cuatro guiones
de cine y hasta organicé dos libros con mi periodismo de los años
anteriores y una antología de cuentistas cubanos, El submarino
amarillo. Gracias a la literatura viajé a España, México,
Colombia, Argentina, Italia, Estados Unidos. Gracias a la literatura
y a esos viajes y al pasaporte uruguayo de Daniel Chavarría pude
comprarme una computadora y hasta una lavadora y algunas bandejas de
picadillo de res en las tiendas en divisa, cerradas entonces para los
cubanos, pero con un resquicio abierto para los escritores cubanos
que vivíamos en Cuba y obteníamos alguna moneda fuerte de nuestras
estancias en el extranjero, cuando esa moneda era convenientemente
trocada en unos cheques rojizos que nos permitían acceder a aquel
privilegio que, aunque no incluía las computadoras, nos salvaba de
la inanición y de la cárcel (cuando allá podías terminar por
andar por la calle con unos dólares en el bolsillo).
Es hora
ya de advertir que, si para hablar de lo que ha sido y, sobre todo,
de lo que es la práctica de la literatura en Cuba, parto de un
recuento de caminos, avatares y decisiones personales, se debe a la
percepción de que mi experiencia individual como escritor cubano que
ha vivido y vive en la isla, recibió y ha recibido a lo largo de
treinta años el peso y la influencia de todas las circunstancias por
las que ha ido pasando el ejercicio de este arte en el país y que,
de muchas maneras, han condicionado mis expectativas y necesidades de
creador y de ciudadano perteneciente a una generación muy específica
de cubanos: la que nació en la década de 1950, estudió en las
universidades durante el crítico período de los 70 y entró en la
literatura insular, con una tímida ruptura, en los años de 1980. La
generación que, en el momento de su madurez y posible eclosión, vio
alterado su desarrollo o evolución con la llegada del
eufemísticamente bautizado Período Especial que marcó la última
década del siglo XX y proyectó su espectro hasta este presente de
hoy, de ahora mismo, la generación literaria cubana que tal vez con
mayor encono recibió los golpes pero también los beneficios –sí,
los beneficios- de esos años que el solo hecho de recordarlos da
hambre, calor y hasta riesgos de sufrir una polineuritis cegadora.
¿Se acuerdan de la polineuritis, verdad?
Porque en medio de
aquel caos, locura, lucha por la supervivencia pura y dura que se
instauró en el país, mientras escribía como un loco para no
volverme loco, algo comenzó a cambiar en la condición del escritor
cubano que vivía en Cuba, movida por la presión de esa especie
cultural que, por supuesto, ya no era tan abundante como en los días
de 1970 y 1980, pues publicar un libro en una editorial del país se
convirtió en algo excepcional y muchos dejaron de intentarlo, porque
otros “escritores” emergidos en los 70 no lo eran tanto y se
evaporaron, y porque otros muchos de los escritores cubanos que
vivían en Cuba cambiaron su condición por la de escritores cubanos
que vivían fuera de Cuba o, como se les ha dado en llamar,
escritores de la diáspora o el exilio (una relación,
lamentablemente desactualizada, aparece en el epílogo al Informe
contra mi mismo, del entrañable y ya desaparecido Lichi Diego,
alias Eliseo Alberto).
Lo que se movió en el territorio de
la creación y específicamente de la literatura cubana fue una suma
de circunstancias materiales y espirituales capaces, en su conjunto,
de redefinir la situación del escritor que vivía en Cuba y alterar
de modo bastante radical el contenido y las intenciones de su obra.
Entre esos elementos estuvo la ya mencionada paralización de la
industria editorial del país, lo que obligó a los escritores a
buscar por el mundo un premio literario que los salvara de la inopia
y, a la vez, una vía para estampar sus obras, sin que, por primera
vez en tres décadas aquellas intenciones editoriales se convirtieran
en un pecado, punible como todos los pecados; por supuesto, esta
relación diferente con el presunto o al fin encontrado editor
extranjero creó una dinámica a su vez diferente, menos prejuiciada,
entre el escritor y su obra, pues esta última ya no estaba
destinada, al menos en primera instancia, a un editor cubano que
podría leerla como un funcionario del estado cubano y, desde tal
perspectiva comprometida, admitirla o rechazarla; súmese a estos dos
elementos, otros de carácter social y espiritual que marcarían la
época: el desencanto, el cansancio histórico, la revisión crítica
de la sociedad y sus actores a que nos abocaron la crisis y el
conocimiento de nuestra y otras realidades, de algunas verdades ni
siquiera sospechadas en toda su dimensión y los propios cambios en
una sociedad que estaba sufriendo violentas contracciones y dando
origen a actitudes y necesidades antes sumergidas o incluso
inexistentes… El resultado de todas esas revulsiones fue una
literatura que muy pocos, quizás nadie, podía concebir o imaginar
en los años anteriores, una literatura de indagación social, de
fuerte vocación crítica, incluso en muchas ocasiones de disenso con
el discurso oficial, que con su carácter y búsquedas marca los
rumbos que ha seguido desde aquellos años finales del siglo XX hasta
estos ya no tan iniciales del siglo XXI lo que puede considerarse el
main-stream de la literatura cubana. Y en ese rubro incluyo,
por supuesto, la que escriben los que viven en Cuba y los que viven
fuera de Cuba, la que se publica y distribuye en Cuba y la que se
edita fuera de la isla. Una creación que, justo es decirlo, muchas
veces consiguió ser estampada y distribuida en Cuba, gracias a una
percepción más realista del entorno y de las necesidades de
expresión artística por parte de las autoridades culturales del
país.
Esa literatura que se comenzó a escribir y publicar
en la década de 1990, y de la cual yo participé, se propuso indagar
en rincones oscuros o inexplorados de la realidad nacional, mirar
críticamente hacia el pasado, bajar a los fondos de la sociedad en
que vivíamos, encontrar respuestas a preguntas existenciales,
sociales y hasta políticas a las circunstancias que habíamos
atravesado. Varios de los escritores de ese momento consiguieron el
propósito de encontrar casas editoriales fuera de la isla, entidades
que publicaron y promovieron su obra, y les confirieron un nuevo
sentido de independencia, tanto literaria como económica. En el
terreno de lo artístico tal independencia se manifestó en una
creación cada vez menos condicionada a lo establecido, más
abiertamente crítica incluso, o sencillamente, más personal. En el
plano de lo económico permitió la profesionalización de algunos
escritores y la posibilidad de conseguirlo de muchos otros, una
condición impensable hasta la década de 1980 y que, por supuesto,
confería otra dosis de independencia al escritor cubano que vivía y
escribía en Cuba.
En medio de esa nueva circunstancia
nacional, tal vez el mayor error de esta literatura más desenfadada
o desencantada o intencionadamente crítica haya sido su falta (o la
incapacidad de algunos de sus creadores) de una perspectiva más
universal, es decir, menos localista. La insistencia en determinados
mundos sociales, personajes representativos, problemáticas
específicas y modos expresivos que se tornaron repetitivos, hizo que
una parte notable de esta literatura se encallara en lo inmediato, en
las tan peculiares peculiaridades cubanas, y creó una retórica que,
al pasar el momento de júbilo internacional por esa nueva literatura
creada en la isla, en especial la novelística, cortó o dificultó
el acceso a las editoriales foráneas (las cuales viven sus propias
crisis) de nuevos escritores cubanos que viven en Cuba y escriben
sobre Cuba.
Pero sobre esta creación, desde los años
finales del siglo pasado y sobre todo en los que corren del presente
han gravitado otras condiciones que, a mi juicio, están afectando su
desarrollo.
Ante todo está la certeza de que la escritura en
Cuba es un acto o vocación de fe, un ejercicio casi místico. En un
país donde la publicación, distribución, comercialización y
promoción de la literatura funciona de acuerdo a coyunturas por lo
general extra artísticas y no comerciales, búsqueda de equlibrios
culturales y hasta códigos aleatorios de imposible sistematización,
la situación del escritor y su papel se vuelven inestables y
difíciles de sostener. Los escritores que publican en Cuba reciben
por sus obras unos derechos retribuidos en la cada vez más devaluada
moneda nacional –en función de lo que se puede adquirir con ella-,
cantidades pagadas muchas veces con relativa independencia de la
calidad de su obra o de la aceptación pública que consiga. Estos
derechos de autor, por supuesto, hacen casi imposible la opción por
la profesionalización de los escritores (lo cual, justo es
recordarlo, resulta bastante común en todo el mundo), lo cual puede
incidir en la calidad de la obra emprendida. ¿Con qué recursos
cuenta un escritor cubano para dedicar, digamos, tres o cuatro años
a la escritura de una novela que requeira de ese tiempo de
elaboración? Resulta evidente que no puede depender solo de sus
derechos en pesos cubanos y que debe buscar otras alternativas
laborales o profesionales con las cuales ganarse la vida o en las
cuales desgastarse la vida mientras dedica el tiempo restante a la
creación. El estado calamitoso de la novela cubana de los últimos
años puede o no tener una relación directa con esta situación
existencial y económica (imposible de revertir o al menos de aliviar
mientras no cambie toda la “situación económica”), pero su
estado de deterioro puede ser visible, por ejemplo, si contamos
cuántas obras de este género, el más leído y publicado en el
mundo, obtienen los premios anuales de la Crítica Literaria, un
rasero subjetivo pero posible para medir las calidades de lo que se
difunde a través de las casas editoras del país.
Otra
cuestión que afecta al escritor cubano desde hace décadas, pero que
se ha agudizado en los últimos tiempos, es su lamentable
desinformación respecto a la literatura que se está creando en
otras latitudes. Todos los lectores cubanos, todos los escritores que
vivimos en la isla, padecemos de esta desactualización porque,
incluso en el caso de los más enterados, siempre su relación con lo
que se lee en el mundo resulta aleatoria, dependiente no de sus
necesidades sino de sus posibilidades de comprar o encontrarse con
determinados autores y obras que, en ningún caso, se publican o
distribuyen normalmente en el país. De esta forma, el escritor
cubano del siglo XXI que vive en Cuba –donde tiene un precario
acceso a Internet, o simplemente no lo tiene-, se mueve a bastonazos
de ciego por el universo de la literatura de su tiempo, en la cual
debe insertarse y con la cual debe compartir el mercado, si logra
llegar a abrir alguna puerta de esa instancia tan satanizada pero a
la vez tan necesaria, incluso para la creación y la promoción
nacional e internacional de la literatura.
No se puede
olvidar tampoco que con mucha frecuencia el escritor cubano que vive
en Cuba y escribe en Cuba debe además enfrentar una muy deficiente
política promocional, entre otras razones por la propia inexistencia
de un mercado del libro dentro del país, pero también, entre otros
factores, por el ruinoso estado de la crítica literaria doméstica y
por la todavía presente, en estos tiempos de cambio de mentalidad y
de muchas otras cosas, sospecha política a la que puede verse
sometido si su obra no es complaciente con los preceptos de la
ortodoxia fundada en aquellos lejanos pero todavía (para algunas
mentes) actuantes límites de lo “correcto” patentados en los
años 1970. La suma de estos elementos ha creado, en contra de la
propia validación de la literatura que se hace en el país, la
sensación de que por dos generaciones la isla apenas ha dado –o
simplemente no ha dado- escritores de importancia, provocando una
falsa imagen de vacío.
Aunque no lo deseaba especialmente,
debo volver ahora a la experiencia personal para ejemplificar cómo
puede funcionar la realidad antes descrita. Cuando hace poco más de
un mes la Casa de las Américas me invitó a ser el escritor que
protagonizara esta Semana de Autor, más aun, el primer escritor
cubano al que se le dedicara la Semana de Autor, mi previsible
reacción fue de asombro. Como suelo hacer, comencé a preguntarme
cosas y la primera cuestión fue: ¿por qué yo y no otros escritores
más reconocidos o institucionalizados, figuras que incluso exhiben
Premios Nacionales en sus currículos? Antes de hacerme más
preguntas, dije a la dirección de la Casa que sí, por supuesto que
sí aceptaba, con mucho orgullo, el honor y reconocimiento a un
trabajo que esta Semana de Autor representa, pero a la vez no pude
dejar de recordar que un año atrás, cuando la Maison de América
Latina de París, el Pen Club Francés y la sociedad de amigos de
Roger Caillois me entregó el premio que lleva el nombre de ese
importante escritor, ningún medio oficial nacional se acercó a mí
o promovió, como se promueven otros acontecimientos o acciones, un
suceso que me desbordaba como escritor y entrañaba, como es
evidente, un reconocimiento para la literatura cubana, sobre todo la
que se hace en Cuba por los escritores que vivimos en Cuba. Porque,
en la lista de los anteriores galardonados con el premio –ninguno
cubano- aparecían los nombres, entre otros, de Carlos Fuentes, Mario
Vargas Llosa, Alvaro Mutis, Adolfo Bioy Casares… y ahora el de un
cubano que sigue escribiendo y viviendo en Cuba.
No se puede
olvidar, al recorrer la situación actual del escritor cubano que
vive en Cuba y anotar algunas de sus tribulaciones y logros, el más
esencial de los elementos que, a mi juicio, definen su carácter y,
sobre todo, el de su obra. A diferencia de otros países, donde los
escritores más notables o activos suelen tener una presencia social
o artística gracias al soporte de los medios de mayor circulación o
prestigio, el escritor cubano apenas tiene su obra y alguna que otra
entrevista como vía para expresar su relación con el mundo, con su
realidad, con sus obsesiones. Muchas veces la obra literaria se ve
obligada a asumir entonces roles más ambiciosos y complicados de los
que normalmente le competen, y funciona –o se le hace funcionar-
como instrumento de indagación social y como medio para testimoniar
una realidad que, de otra forma, no tendría un reflejo que la fijara
y diseccionara. El escritor cubano que vive en Cuba, y día con día
enfrenta la realidad del país, con sus cambios, evoluciones,
reacciones sociales y sueños personales realizados o frustrados, se
ha convertido en uno de los más importantes recolectores de la
memoria del presente que tendrá el futuro. Esta responsabilidad
añadida a la propia responsabilidad literaria confiere al escritor
un compromiso civil que le da una dimensión más trascendente a su
trabajo. Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que
son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que
merecen esas entidades socio-históricas y humanas, es tal vez la
tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el
escritor cubano que vive en esta Cuba del siglo XXI. Porque es un
deber con los cubanos y con la nación, porque es su destino, y
porque si alguna vez ese escritor se pregunta ¿por qué soy cubano?,
¿por qué soy un escritor cubano?, y ¿por qué soy un escritor
cubano que vive en Cuba? también podría cambiar el por qué en un
para qué y quizás encontrar sus propias respuestas, incluso más
cercanas a las predestinaciones cósmicas, pero también al papel
social que ha asumido con esa vocación de fe que es la práctica de
la literatura.
Texto
tomado de: laventana.casa.cult.cu