Ha muerto Gabriel García Márquez. La
noticia está recorriendo el orbe con su carga de sorpresa y profunda pesadumbre.
Cultivó –y el verbo en pasado me cuesta- la poco común virtud de ser un artista
genial y querido a la vez. La noticia corta el aire y no deja lugar a discursos
altisonantes. Pero como todo gran artista ha creado mundos enteros para
nosotros y en ellos lo encontraremos una y otra vez renacido, creativo y
alegre. A Gabriel García Márquez le debemos el acierto sin igual de haber
definido en su literatura el espíritu de ese pequeño género humano que somos
los latinoamericanos. El nos hizo la foto de grupo y le dio color, voz,
movimiento, vida; le talló a golpe de teclas la esencia y la colgó en todas las
mentes creativas del mundo. El realismo mágico, más allá de un estilo literario
será visto como la marca de agua de una civilización, como el testimonio
irrefutable de que la vida no pone a límites a quienes quieren vivirla en dimensiones
infinitas, en toda la insondable potencialidad de la imaginación. Difícil imaginar
algo más humano.
No puedo escribir ahora, no hay
ánimo para juegos de artificio y me consuelo con saber que se eternizará su
magisterio. Su obra nos deja muchísimos más de cien años de compañía.
Ha muerto el artífice de Macondo, el
gran amigo de Cuba, Ha muerto un caribeño universal y nos deja una falta sin
fondo.
Los
cumpleaños de García Márquez
Ernesto
Sierra, escrito en 2007.
A pesar de sus
proverbiales sencilleces, carácter tímido y agudo sentido del humor, Gabriel
García Márquez se ha convertido en un mito viviente. No digo que le guste; solo
que es así. Y este año de aniversarios significativos para él, viene a
demostrarlo con más fuerza.
Han vuelto a
entintar miles de cuartillas y a llenar los auditorios las anécdotas que
describen al joven escritor con un talento y una voluntad pujantes pero sumido
en un anonimato persistente, acompañado, por demás, de acuciantes penurias económicas.
Los manuscritos a cuestas, la familia, la fuerza telúrica de Mercedes, la
compañera de siempre, la suerte adversa, los viajes incesantes, los amigos, los
consejos, las lecturas abundantes y reveladoras: Carpentier, Rulfo, Faulkner…
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Gabo, el del
bigote rebelde y los jeans gastados, el periodista innato y prolífico. El que
creció escuchando las historias del abuelo Coronel y las premoniciones de la
abuela, rodeado de mujeres supersticiosas, el que no deja distinguir entre qué
escuchó, vio, investigó o qué pone de su propia cosecha y credo, el que no se
sienta a escribir sin sus rosas amarillas. El que llevó a cuestas durante años
la historia que nunca llegó a titularse La casa, esa que escribía y
rescribía, que tiró al cajón por parecerse a El siglo de las luces, que
se resistía a nacer hasta que una tarde en México, camino a Acapulco, se reveló
y obligó al escritor a dar vuelta a Ciudad México y encerrarse durante casi dos
años con solo dos dedos y veintiocho letras, a luchar con un mundo de gente que
levitaba; a las que salían colas de puerco, que sufrían insomnios o maldiciones
centenarias, un mundo de galeones varados en medio de la selva, de pescaditos
de plata…un mundo que terminó por nacer, crecer y recorrer la rosa náutica con
el nombre Cien años de soledad.
Universo
calificado como mágico, pero que él insiste en definir como real, lleno de
personajes conocidos, parientes, amigos, vecinos a los que acontecen, en lo
cotidiano, esas historias extraordinarias. “El no inventó nada –dicen-, solo cuenta
lo que todos conocen aquí en Aracataca”.
De nuevo la
estatura mítica. El manuscrito partido en dos por no alcanzar el dinero para el
envío de correo, viajó la segunda parte, no la primera, el sí por respuesta y
el milagro de los ocho mil ejemplares en manos de los lectores en apenas quince
días. Gabito dejaría de serlo para convertirse en Gabriel García Márquez, pero
eso fue en las revistas, no en su fuero interno. El siguió siendo Gabo, el del
bigote rebelde y los jeans gastados.
Y como en la
fábula del zorro del otro pequeño gigante, Tito Monterroso, la gente pidió
nuevos milagros ¿Y después de Cien años qué? Pero Gabo siguió siendo él,
y ha venido lo que tenía que venir, de a poco, escrito para él, no para los
críticos. De todas maneras proliferaron, a veces para bien, otras no, los
realismos mágicos, los míticos, los fantásticos, las comparaciones y la fama
que, una vez en tu camino no hay gitano Melquíades que la conjure.
Las
universidades, los congresos, los adjetivos, las invitaciones, la gente, más
novelas, los patriarcas, el poder, los comentarios. Pero había subvertido el
orden literario, y de qué manera. Desde entonces los editores no se cansan de
pedir “novelas latinoamericanas”, es decir, llenas de la magia revelada por el
talento narrativo, innato, de Gabo. Pero él, junto a los lectores, no se
conforma, no se deja atrapar, y crea nuevos mundos, explora nuevas zonas de la
realidad americana para seguir fundando. El realismo mágico, la novela del
dictador, la novela reportaje o el reportaje novelado, la autobiografía, la
novela histórica, el matrimonio feliz con el cine…inasible García Márquez,
perseguido por el éxito de Cien años de soledad, pero hurtando el cuerpo
en cada nueva entrega.
Hoy parece
demasiado: ochenta años de vida, cuarenta de Cien años de soledad,
veinte del Nóbel de Literatura. Pero Gabo continúa empecinado en su mala
relación con la fama y se esconde, para aparecer de pronto sentado en el tren
amarillo que lo llevará, otra vez, de regreso a su pueblo natal y hablará lo
justo –este padre fundador de la ya no tan nueva novela latinoamericana- cuando
afirmó, en Cartagena de Indias el pasado 26 de marzo, en el IV Congreso
Internacional de la Lengua Española, que “Un millón de ejemplares de Cien
años de soledad no son un millón de homenajes al escritor que hoy
recibe, sonrojado, el primer libro de este tiraje descomunal. Es la
demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana
esperando, hambrientos, de este alimento”.