Tarde de sábado, me dicen que la
ciudad está imposible, que la gente ha tomado las calles por asalto atraída por
las rebajas. Aún así me planteo llegar. Una hermana, más que una amiga, ha
venido desde muy lejos con su grupo de teatro. Pero imposible significa exactamente
eso: imposible. No pude llegar. Me despido de Antonio y Rafa, más que dos
hermanos son las columnas de Hércules andantes que soportan mis desvaríos de
poeta enmudecido, de animal huraño frente al papel y el lápiz, de ermitaño
citadino en busca de terminar una tesis doctoral que alimenta con fuerza esos desvaríos,
pues me seduce perderme en lecturas, sentencias de antiguos y modernos maestros,
viejas y nuevas metáforas, anécdotas de escritores, músicos, pintores, personajes
históricos, arquitectos, buscadores de utopías, perseguidores del amor y la
belleza bajo las formas más insólitas, hasta que en algún momento el caos de lecturas
asume su lógica incomprensible pero existente. Como ahora, que deserto de la
ciudad y me dejo arrastrar por el innegable aliento romántico que desprende una
chimenea en invierno para el animal tropical, caribeño -por más señas-, que soy,
y tropiezo en la jungla de internet con estas valiosas palabras de Roberto
Fernández Retamar, estimuladas por la amistad y el milagro de internet.
Conversación que me devuelve a Borges, Marechal,
Lezama, Cortázar, es decir, a algún
rincón de mi mismo, a esa tesis, pretexto para seguir desvariando sobre la
literatura y la vida, escapado del ruido y las rebajas de enero, aquí, a la
orilla de la chimenea, sin Sabina pero muy bien acompañado.