Ilustración: José Luis Fariñas. Todas las
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La quema
en el siglo I a.c. de la Biblioteca de Alejandría fue una pérdida irreparable
para la humanidad, pero para la selecta y entonces ya bien organizada legión de
bibliotecarios significó algo peor (desde entonces los acompaña una insaciable
sed de venganza). La reacción inmediata a tan terrible hecho fue la diáspora.
Los sobrevivientes se dispersaron, llenos de dolor y resentimiento, y fueron a
refugiarse en lugares recónditos: inaccesibles castillos e ignotas abadías. De
esa época es el rumor de que un pequeñísimo grupo de ellos llegó a la lejana
Transilvania y se asiló, nada menos que en la tenebrosa morada del Conde
Drácula. Cuentan que una vez allí, no pudiendo prescindir de su oficio, se
dedicaban a elaborar largos listados
(muy parecidos a las actuales bases de datos) que servían al Conde para elegir
organizadamente sus futuras víctimas. Otros destinos han sido narrados en
innumerables volúmenes que, por diversos y multilingües que sean, tienen un
mismo denominador: todos han desaparecido. Un buen ejemplo es el paradigmático El
nombre de la rosa: mi ejemplar ya desapareció del estante donde reposaba.
Durante
siglos han intentado reunirse para organizarse. Enceguecidos por la luz de
aquel fuego primigenio, han preferido habitar en los laberínticos pasillos de
sus bibliotecas. Nadie sabe qué hacen tanto tiempo metido dentro de ellas, por
eso su mejor definición es el misterio. Cada libro encierra uno a más secretos,
y las bibliotecas están llenas de ellos. Suponemos que eso hacen; guardar celosamente sus secretos bajo el velo
cómplice del misterio. Sólo salen de allí una vez al año: cuando intentan
revivir la antigua unión. Lo han intentado en Europa, en la lejana Asia, hasta
en las hirvientes tierras africanas, sin resultados. El destino parece estar en
su contra. Por eso no me sorprende que lo intenten ahora en América. Sin
embargo, no pude eludir la tentación de husmear en algunos legajos para
corroborar mis sospechas. Asombrosos resultados encontré en la tradición
literaria hispanoamericana. Enormes cantidades de libros, tomos, folios,
carpetas, caracteres, citas: mucha literatura sospechosa. Tengo el tiempo
contado: sólo mencionaré algunos ejemplos.
El primero
es bastante conocido: Quevedo. Parece ser que tanta sátira no era más que
fachada. Hallé un soneto que comienza: “Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,”... que no es más que un poema de amor a
los libros y a la lectura. En la misma España, doscientos años después me
aparece el “Leer, leer, leer, vivir la vida/ que otros soñaron” de Unamuno;
creo que su pasión es más que elocuente. Salto a Argentina y el libro casi me
quema las manos, me sale al paso Jorge
Luis Borges, director de
la
Biblioteca Nacional y ciego que declara: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/
esa declaración de la maestría/ de Dios que con magnifica ironía/ me dio a la
vez los libros y la noche”.
Parece
ser que este es el menos recatado de todos, pues se reconoce miembro de una
rara trilogía de ciegos directores de la Biblioteca Nacional, junto a su
compatriota José Mármol y al francés Groussac. Devolviéndole el gesto a este
último, un poco más tarde, Julio Cortázar se va a Francia y escribe: “Te evoco
y veo que has sido/en mi pobre vida paria/una buena biblioteca”. Sin duda este
fue más astuto, pues no se reconoció bibliotecario, sino cronopio.
La lista
era interminable y todo me parecía claro. Me volqué entonces a despejar la
última incógnita: Cuba. Pronto me enteré de que no hace mucho el edificio de su
Biblioteca Nacional albergó un círculo de extraños poetas que pasaban horas y
horas en su interior. Eran parte de un grupo llamada Orígenes. El más
sospechoso, José Lezama Lima, había escrito un oscuro ensayo: “La biblioteca
como dragón”. Corrí al lugar; entrevisté a todos y coincidieron en dos cosas:
los “orígenes” apenas salían del edificio y nunca nadie supo qué hacían allí.
No había nada más que averiguar. La nueva confabulación es un hecho consumado.
Ahora
sólo falta que revele sus propósitos. Aquellos que un día vieron arder lo que
más amaban juraron que se vengarían de la cruel humanidad inculcándole, para
siempre, el vicio por la lectura. Así andamos muchos ya, encorvados por el peso
de los espejuelos; carcomida la vista; adoloridas las vértebras cervicales y
encorvadas las espaldas de tanto buscar en estantes de librerías y ficheros de
bibliotecas. Por eso padecemos tantas campañas para la lectura, tantas
exposiciones, ferias, subastas. Nadie sabe qué se les puede ocurrir esta vez,
pero quiero advertir que nos pueden llegar a matar de tanto “Leer, leer,
leer”...
Seguramente
ya habré dejado de existir cuando se publiquen estas líneas. Habré pagado por
mi osadía. Ojalá no sea más que una de mis tantas pesadillas.