martes, 23 de abril de 2013

AVATARES DE UNA BIBLIOTECA

 Ilustración: José Luis Fariñas. Todas las fotos registradas.
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La quema en el siglo I a.c. de la Biblioteca de Alejandría fue una pérdida irreparable para la humanidad, pero para la selecta y entonces ya bien organizada legión de bibliotecarios significó algo peor (desde entonces los acompaña una insaciable sed de venganza). La reacción inmediata a tan terrible hecho fue la diáspora. Los sobrevivientes se dispersaron, llenos de dolor y resentimiento, y fueron a refugiarse en lugares recónditos: inaccesibles castillos e ignotas abadías. De esa época es el rumor de que un pequeñísimo grupo de ellos llegó a la lejana Transilvania y se asiló, nada menos que en la tenebrosa morada del Conde Drácula. Cuentan que una vez allí, no pudiendo prescindir de su oficio, se dedicaban  a elaborar largos listados (muy parecidos a las actuales bases de datos) que servían al Conde para elegir organizadamente sus futuras víctimas. Otros destinos han sido narrados en innumerables volúmenes que, por diversos y multilingües que sean, tienen un mismo denominador: todos han desaparecido. Un buen ejemplo es el paradigmático El nombre de la rosa: mi ejemplar ya desapareció del estante donde reposaba.

Durante siglos han intentado reunirse para organizarse. Enceguecidos por la luz de aquel fuego primigenio, han preferido habitar en los laberínticos pasillos de sus bibliotecas. Nadie sabe qué hacen tanto tiempo metido dentro de ellas, por eso su mejor definición es el misterio. Cada libro encierra uno a más secretos, y las bibliotecas están llenas de ellos. Suponemos que eso hacen;  guardar celosamente sus secretos bajo el velo cómplice del misterio. Sólo salen de allí una vez al año: cuando intentan revivir la antigua unión. Lo han intentado en Europa, en la lejana Asia, hasta en las hirvientes tierras africanas, sin resultados. El destino parece estar en su contra. Por eso no me sorprende que lo intenten ahora en América. Sin embargo, no pude eludir la tentación de husmear en algunos legajos para corroborar mis sospechas. Asombrosos resultados encontré en la tradición literaria hispanoamericana. Enormes cantidades de libros, tomos, folios, carpetas, caracteres, citas: mucha literatura sospechosa. Tengo el tiempo contado: sólo mencionaré algunos ejemplos.

El primero es bastante conocido: Quevedo. Parece ser que tanta sátira no era más que fachada. Hallé un soneto que comienza: “Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos,”... que no es más que un poema de amor a los libros y a la lectura. En la misma España, doscientos años después me aparece el “Leer, leer, leer, vivir la vida/ que otros soñaron” de Unamuno; creo que su pasión es más que elocuente. Salto a Argentina y el libro casi me quema las manos,  me sale al paso Jorge Luis Borges, director de
la Biblioteca Nacional y ciego que declara: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esa declaración de la maestría/ de Dios que con magnifica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”.

Parece ser que este es el menos recatado de todos, pues se reconoce miembro de una rara trilogía de ciegos directores de la Biblioteca Nacional, junto a su compatriota José Mármol y al francés Groussac. Devolviéndole el gesto a este último, un poco más tarde, Julio Cortázar se va a Francia y escribe: “Te evoco y veo que has sido/en mi pobre vida paria/una buena biblioteca”. Sin duda este fue más astuto, pues no se reconoció bibliotecario, sino cronopio.

La lista era interminable y todo me parecía claro. Me volqué entonces a despejar la última incógnita: Cuba. Pronto me enteré de que no hace mucho el edificio de su Biblioteca Nacional albergó un círculo de extraños poetas que pasaban horas y horas en su interior. Eran parte de un grupo llamada Orígenes. El más sospechoso, José Lezama Lima, había escrito un oscuro ensayo: “La biblioteca como dragón”. Corrí al lugar; entrevisté a todos y coincidieron en dos cosas: los “orígenes” apenas salían del edificio y nunca nadie supo qué hacían allí. No había nada más que averiguar. La nueva confabulación es un hecho consumado.

Ahora sólo falta que revele sus propósitos. Aquellos que un día vieron arder lo que más amaban juraron que se vengarían de la cruel humanidad inculcándole, para siempre, el vicio por la lectura. Así andamos muchos ya, encorvados por el peso de los espejuelos; carcomida la vista; adoloridas las vértebras cervicales y encorvadas las espaldas de tanto buscar en estantes de librerías y ficheros de bibliotecas. Por eso padecemos tantas campañas para la lectura, tantas exposiciones, ferias, subastas. Nadie sabe qué se les puede ocurrir esta vez, pero quiero advertir que nos pueden llegar a matar de tanto “Leer, leer, leer”...

Seguramente ya habré dejado de existir cuando se publiquen estas líneas. Habré pagado por mi osadía. Ojalá no sea más que una de mis tantas pesadillas.