sábado, 1 de diciembre de 2012

La escritura como competencia


Texto leído por Leonardo Padura en la Semana de Autor en la Casa de las Américas

Desde hace unos años me pregunto qué habría sido de mi vida ―o cómo habría sido mi vida, en realidad― si la tarde del 1º de septiembre de 1975 no me hubiera sorprendido bajo las amables arboledas del cruce habanero de Zapata y G, a las puertas del edificio de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana.

Al borde de los veinte años que pronto cumpliría, yo era en aquel momento la estampa viva de la inocencia, una hoja que el viento, imprevisible, podía mover hacia un destino mucho más imprevisible. Apenas unos meses atrás, el día que en un salón del preuniversitario donde estudiaba me vi en el trance de optar por una carrera universitaria, mis vocaciones eran tan incongruentes y dispares que luego de pensarlo varias veces y ante la noticia de que ese año no abriría la escuela de periodismo (me gustaba un poco aquello de ser cronista deportivo, pero, repito, un poco), deseché en un minuto la idea de estudiar arquitectura o cualquier especialidad directamente ligada con las matemáticas (la asignatura que había sido siempre mi fuerte) y me decanté por la carrera de Historia del Arte, en primera opción, y por ¡Geología!, en la segunda.

Por qué un matemático con aficiones geológicas pretendía estudiar Historia del Arte es todavía un misterio para mí. Creo que todo se debió al hecho de que entre las disparatadas y desactualizadas listas de carreras universitarias a escoger, había visto que existía una especialidad de Cine, Teatro y Televisión, como parte de Historia del Arte, y me gustó la tentadora posibilidad de pasar mi vida entre cines, teatros y televisores, más que entre ecuaciones y logaritmos.

Sin embargo, una semana antes del 1º de septiembre tuve un primer encontronazo con la realidad: la muy selectiva carrera de Historia del Arte que yo había escogido y merecido (era el aspirante con más alta puntuación de todos los preuniversitarios de la capital) no abriría su matrícula ese año, por lo que debía optar por alguna de las especialidades de Letras, las únicas a nuestra disposición.

Pienso que debo haber sido uno de los estudiantes de Letras más iletrados que alguna vez matricularon en la Escuela de Zapata y G. Mis lecturas hasta entonces eran tan raquíticas como la de cualquier muchacho de veinte años que ha dedicado lo mejor de su vida en jugar a la pelota, conversar con los amigos y perseguir a alguna muchacha con primeras intenciones. Muchos de mis compañeros de curso, mientras tanto, ya habían leído a García Márquez y a Carpentier, incluso a Cortázar y a Borges, y podían hablar de la poesía y la prosa de Benedetti y, en voz baja, de alguna de aquellas fabulosas novelas del primer Mario Vargas Llosa, ya para entonces enemistado a muerte con el sistema cubano.

¿Cómo aquel “buen salvaje” del barrio habanero de Mantilla que era yo el 1º de septiembre de 1975 pudo empezar a desbrozar los caminos de su monumental incultura y, dos años después, convertirse en colaborador habitual de revistas como El Caimán Barbudo, Alma Mater y Universidad de La Habana, y ser diez años después autor de un primer libro publicado, y luego, definitivamente, convertirme en escritor? Creo que la única respuesta posible es esta: gracias a la pelota.

Haber jugado pelota cada día de mi existencia hasta el momento en que me convertí en estudiante de la Escuela de Letras, haber pensado siempre en la pelota, y ser, aún hoy, un pelotero frustrado, fue la clave que, unida a la circunstancia de haber estado el 1º de septiembre de 1975 frente al edificio de Zapata y G y no en otro sitio, decidieron mi vida. La pelota me había arraigado un “espíritu deportivo”, o para ser más exacto, una necesidad de competencia tan acendrada que, al verme en el último lugar de la tabla de posiciones entre los estudiantes de la Escuela de Letras, decidí que mi única posibilidad era demostrar en el terreno que yo también podía competir.

Creo que el ambiente intelectual, el aire vagamente creativo que entonces se respiraba en el recinto de Zapata y G fue un impulso importante para mi decisión. Allí había muchos y buenos lectores, incluso algunos incipientes escritores y contra ellos establecí mi competencia.

Nunca en mi vida he vuelto a leer tanto ni a disfrutar del mismo modo la lectura como en aquellos años de ignorancia y descubrimientos. Además de las lecturas obligatorias, bajo mi necesidad de elevarme pasaron entonces decenas de libros que ya mis compañeros habían leído y que para mí fueron felices encuentros. Varios de mis compañeros de aula, mucho más “leídos” fueron mis primeros mentores y adversarios ―el poeta Alex Fleites, los ensayistas Jorge Luis Arcos y José Luis Ferrer (poeta uno, narrador el otro), el políglota y discutidor Arsenio Cicero― mientras otros nuevos amigos de aquella época, como el entrañable matancero Lincoln Capote, o mi colega de “inserción” en la oficina de la escuela, Abilio Estévez (considerado hoy uno de los grandes dramaturgos y novelistas cubanos), me indujeron a lecturas reveladoras de clásicos norteamericanos y de autores cubanos.

Leí en tales proporciones que antes de terminar el primer año de carrera me sentí tan en forma, tan listo para la competencia, que hasta escribí lo que parece haber sido mi primer cuento: un relato semifantástico que le di a leer a Abilio (por aquel tiempo ya en tercer año de la carrera), quien, con su mesura habitual, apenas se atrevió a decirme que no debía abusar tanto de las admiraciones en los diálogos, pues mis personajes hablaban de asombro en asombro, de alarido en alarido.

Vistos a la distancia de dos décadas, los cinco años que pasé en la Escuela de Letras ―en algún momento bautizada Facultad de Filología― de la Universidad de La Habana fueron un período más feliz que desdichado, a pesar de que por entonces ―plena década de 1970, por Dios, ortodoxa y represiva―, recibí las primeras acusaciones de ser un desviado ideológico y ―cito textual― un “socarrón autosuficiente”, con todo el riesgo que aquellas valoraciones entrañaron. Pero la atmósfera intelectual que se vivía entre los estudiantes, las posibilidades que nos descubrían algunos profesores ―el gordo Guillermo Rodríguez Rivera, Daniel Chavarría con sus novelas, Maggie Mateo y el bueno de Salvador Redonet― elevaron cada día el listón de mis aspiraciones y me empujaron hacia el camino de la literatura ―de la lectura, del análisis y de la escritura―, en el cual, por participar de una competencia, todavía ando hoy, con el bate en un hombro y la pelota en la mano.

Enero, 2006