lunes, 4 de junio de 2012

Los dones de una mirada crítica




Al leer los textos que recoge Ernesto Sierra en Aprendiz de América no puedo menos que evocar las circunstancias en que nos conocimos. Fue hace poco más de veinte años durante una quincena de trabajos agrícolas en el campamento “Sonrisa de la victoria”, en las afueras de la capital, título de inequívocas asociaciones asiáticas, más bien coreanas. Allí, después de las agotadoras jornadas, Sierra, Víctor Fowler y quien esto escribe, nos sumíamos en apasionadas tertulias literarias, informales diálogos de litera a litera con los que apaciguábamos el traqueteo corporal.

De manera que nos conocimos mediante el interés común por la literatura. Por aquellos años Sierra disertaba con frecuencia de Leopoldo Marichal, uno de sus temas de mayor conocimiento, aunque podía conversar sobre otros escritores con soltura. Acababa de concluir sus estudios universitarios y había sido destinado a la biblioteca de Casa de las Américas donde, oficio mediante, siguió enriqueciendo su cultura libresca. Sierra me pareció siempre, desde aquella vez, un apasionado total de las letras.

Han trascurrido dos décadas en las que nos hemos mantenido al tanto de intereses literarios como de nuestras vidas, tal como debe suceder en una amistad que se respete. Sierra no ha desmayado desde entonces en su tentativa de conocer y profundizar en la literatura de nuestro continente y Aprendiz de América se me antoja como una parada, una estación en ese itinerario en busca de los saberes sobre autores y obras.

Este es un libro que desde su primera lectura nos lleva a ponderar la mirada de su autor, a apreciar lo que entra en su amplio radio de acción como crítico literario o como estudioso de la literatura latinoamericana. En toda compilación de ensayos pervive siempre un sentido angular que la recorre de principio a fin, a veces imperceptiblemente, y en este caso late la vocación crítica de un buen conocedor de las letras continentales. América como entidad cultural totalizadora, de eso se trata.

Sin mucho esfuerzo el lector sintonizará en estos artículos con el sesgo de una mirada inquisidora. Ya en la nota de autor, Sierra advierte que: “Los textos que siguen son el manifiesto de una vocación. América es mucho más que un lugar en la geografía. Su historia y sus hilos le han forjado un lugar prominente en el mapa espiritual de las civilizaciones. La forja ha sido y es ardua. (…) todavía estamos lejos de ser el continente mestizo del que se habla. El mestizaje ― donde se puede hablar de él ― ha sido el resultado de procesos nada pacíficos, de dominio de unos sobre otros; resultado incompleto y cargado de desigualdades. El verdadero mestizaje será aquel que nazca del respeto al otro…”.

He aquí una formulación propia de calado conceptual, distante de definiciones manidas o vocabulario de diccionarios. Para Sierra el entramado latinoamericano es una idea en movimiento, una imagen encarnada en la historia y la cultura de naciones, pueblos y etnias que reclaman su anclaje definitivo.

Es evidente que el gusto está presente en todos estos textos. El autor habla de lo que le interesa y no necesita explicar sus preferencias, basta leer cada pieza para comprender o adivinar el misterio de las selecciones hechas. No es un crítico a tiempo completo obligado a referirse al pálpito cotidiano de la creación. Se pronuncia cuando un tema le absorbe, y entonces va directo a su análisis. Es vasto y diverso el repertorio: Jorge Luis Borges, José Martí, Juan Rulfo, Mario Benedetti, Wichy Nogueras, Augusto Roa Bastos, Rubén Fonseca, Lorenzo Aillapán, Julio Cortázar, Elicura Chihuailaf, José María Heredia y William Ospina, entre otros.

Pero también hay temas apartados de lo propiamente literario per se, es decir, sobre la creación en sí misma, puesto que Sierra se lanza sobre cuestiones inherentes a lo que rodea al acto creador y se sumerge en lo comercial, dedicándole tres trabajos, y a las luchas políticas y de los servicios de inteligencia que se entrometen en el campo cultural. De esta suerte aparecen los textos dedicados a literatura y mercado en los sesenta, así como los tejemanejes de las penetraciones de las agencias gubernamentales de los Estados Unidos en la intelectualidad de izquierda. Igualmente analiza el denominado neoindigenismo a través de un examen de la tragedia vivida por las etnias originales del continente a lo largo de los siglos y su situación actual. Del mismo talante es el aplicado estudio sobre las revistas literarias de vanguardia en Hispanoamérica.

Algo sí me queda claro con la lectura de Aprendiz de América, y es que se confirma una vez más que el ejercicio crítico se basa en un placer refinado sobre otro placer no menos exquisito, el acto de leer. Flujo y reflujo de sensualidades que se interconectan y dan a la luz, en cópula silenciosa, al acto de opinar sobre lo escrito por otros. Se descubre ese regusto de Sierra por desentrañar las operatorias de otros escritores, de encontrar los hilos que enhebran sus discursos, de salpicar su táctica escritural con la anécdota bien colocada o el referente preciso que nos da más luz sobre su intencionalidad exegética.

Julián Gracq opinó una vez: “Le pido al crítico literario que me diga por qué la lectura de este libro me da un placer que no puede darme otro libro…Un libro que me gusta es como una mujer que me enreda con sus encantos: ¡al diablo su familia, su lugar de nacimiento, su clase, sus relaciones, su educación, su niñez y sus amigos!...Qué irrisión y qué impostura el oficio del crítico: ¡Ser un experto en objetos amados!... La verdad es que no vale la pena ocuparse de la literatura si ella no es para nosotros un repertorio de mujeres fatales y de criaturas de perdición”.

La cita es oportuna por más de un motivo, Sierra es un amante de los buenos libros, así como de la vida, de sus placeres y tentaciones, de manera que esta apuesta por la sensualidad y el placer literarios, de la inefable experiencia de la lectura puede traspolarse, sin peligro de equívocos, a las otras pasiones del autor. Bien por Gracq, bien por Sierra, perseguidores ambos de esos objetos amados que son los libros.

Y es que las opiniones críticas de Ernesto Sierra tienen muy poco del encartonamiento de la academia y apelan mucho más a ese concepto afortunadamente indefinible que es el gusto. Rufo Caballero, un crítico de muchos méritos, decía que el gusto era un tema muy interesante justo porque había sido convertido por algunos en “en un problema”, y a continuación añadía que el gusto era, cierto de toda certidumbre, una categoría estética muy bien fundamentada. De eso se trata, cuando la información o especialización que acumula un crítico le permite moverse selectivamente dentro de una literatura, es de esperar que sus elecciones ofrezcan el interés añadido del por qué y el cómo de sus preferencias.

No abundo más en la cuestión, solo agregaré que sin gusto no hay buena crítica. Octavio Paz, maestro en el oficio, dedicó muchas páginas a disertar sobre el asunto y en su fecunda vida como ejercitador del criterio reincidió muchas veces en escribir sobre lo que le estremecía el intelecto, así sin más.

La prosa que utiliza Sierra en el libro es eficaz, limpia de hojarasca, va directo a lo suyo, sirve a su autor para adentrarse con lucidez en su objeto de estudio; un lenguaje así se agradece siempre, en particular en el gremio de los críticos que muchas veces es proclive a elaboraciones complejas y crípticas que a la postre ocasionan dificultades al acceso del razonamiento lector.

Pienso que Ernesto Sierra concibe a América Latina desde una perspectiva integral, no solo como un constructo de la imaginación de sus más grandes escritores. Cuando se leen estos trabajos se aprecia el balance de sus juicios acerca de la ruptura que siempre persiguió a los pobladores del continente, permanentes desarraigados de su tiempo y de sus naciones. Ambigüedad de tradiciones, extrañeza del ser, máscaras, políticas, culturas ancestrales con quebraduras de todo tiempo, excentricidad ibérica, dolor denso y hondo para repartir al mundo, espejos fragmentados, utopías volatilizadoras y retornantes, todo ello es este gran pedazo de tierra habitada por millones de seres al sur del río Bravo, y Ernesto Sierra nos da algunos de las astillas rotas en estos trabajos de mucho interés.

El libro es un tributo a la cultura encarnada de América Latina, a su sangre generosa convertida en imágenes por sus creadores de más alto vuelo, un calidoscopio en el que los grandes maestros de la literatura del continente, amén de los agravios y el sufrimiento de sus pobladores más anónimos y desconocidos, y los avatares de las batallas políticas o comerciales de su intelectualidad tienen cabida en un conjunto de textos que merecen una lectura atenta. Para Ernesto Sierra es la plasmación de su siempre reconocida pasión por lo latinoamericano. Para los lectores, la oportunidad de leerla y disfrutar de su mirada crítica.


Rafael Acosta de Arriba
La Habana, mayo 31 de 2012

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