jueves, 10 de mayo de 2012

Acerca de la genealogía de un árbol Raquel Cruz



Hace aproximadamente 490 años –década más, década menos– cuando ya el arte era concebido
como una disciplina angular en el desarrollo del prestigio económico y cultural de una
ciudad, y el artista se había sacudido de su preterida posición de artesano para alcanzar el
prestigioso título de genio, se comienzan a filtrar ciertas transgresiones al canon clásico que
abrazaba el Renacimiento. El Manierismo es uno de los estilos más vilipendiados y maltratados
dentro de la Historia del Arte, y es también el primero en el que se puede apreciar con
claridad cómo los artistas comienzan, en abierta contradicción con el stablishment, a fungir
cuales voceros del estado de ánimo latente en su época.
Eran tiempos oscuros y confusos aquellos en los que Nicolás Copérnico provocaba uno de los
cambios más drásticos dentro de la cosmovisión occidental al poner a la Tierra a girar alrededor
del Sol. Así, el ser humano quedaba desplazado del centro del universo y pasaba de
ser la medida de todas las cosas, a existir en las antípodas de lo que una vez fue el hombre
renacentista. Es este estado de tensión, angustia y deterioro de todo lo anteriormente sostenido
y exaltado como la Verdad e incrementado por el cisma de la reforma que amenazaba
con destruir la Iglesia, lo que se puede apreciar en las creaciones manieristas.
Sin embargo, de acuerdo con sus propias coyunturas, todos los tiempos pueden ser —y de
hecho han sido en algún momento–evaluados de oscuros y confusos. E, igualmente, el arte
siempre ha sido un vehículo idóneo de expresión, y hasta de acción, en el empeño humano
de explicar–cambiar–reparar–combatir–regenerar–criticar–exponer–juzgar–dominar… las
contingencias de la vida, en toda su dimensión entrópica. Así, el arte ha intentado ser, en
todo momento, solución, o solución en ciernes o, al menos, denuncia.
Justamente, dentro de esta percepción del arte en su capacidad para comentar los acontecimientos
de la actualidad en todos los tiempos, es que se inserta Nadie escucha, del cubano
Alexander Arrechea, cuando aparece por primera vez en la Dublin Contemporary 2011.
La pieza fue concebida como una especie de tronco de árbol de aluminio en grandes dimensiones
(600 x 68 x 68 cm) y aliento minimal, en el que crecen orejas, o más bien decrecen a
medida que aumenta la altura. Esta instalación es el resultado, en primer lugar, de la petición
de los curadores Christian Viveros–Fauné y Jota Castro, quienes requirieron una obra
para ser colocada en los bosques de Iveagh, uno de los principales espacios del evento. Luego,
con la lucidez que ya ha demostrado al manejar las circunstancias que convierte en parte
de su discurso, y en un rapto de literalidad, Arrechea ha dado con esta rara avis. Acerca
de ella, comenta: «En los últimos años he estado desarrollando ideas que tienen que ver con
el paralelo entre la naturaleza y el comportamiento social; por ejemplo, El jardín de la desconfianza
(2003-2005) o la más reciente, Orange Tree (2010). Pensé entonces que era una
ocasión propicia para ampliar ese inquietante jardín personal que he ido creando…»1
Ahora bien, ¿qué es lo que hace posible que una obra que fue inicialmente pensada para una
zona boscosa de Irlanda pueda igualmente funcionar al emplazarse nada más y nada menos
que en nuestro malecón? Un árbol ha sido trasplantado desde tan lejos hacia la cálida orilla
de la bahía habanera, un árbol transnacional pues, o para seguir con la metáfora, transclimático.
Por aquí aflora entonces una de las cualidades que se halla en los sustratos mismos
de la pieza de Arrechea, de la que es a la vez juez y parte: la ubicuidad.
Pero vayamos a la fuente. Alexander Arrechea afirma: «mi interés principal es construir una
idea con la que el arte demuestre que sigue siendo sensible, que sigue estando alerta; cuando
ya nadie escuche, el arte debe seguir sabiendo escuchar, observar y luego reflexionar.
Esta es la verdadera herramienta que da forma a todo lo demás...» 2
Nadie escucha actúa como una pieza autorreferencial en la medida en que alude a la alta
capacidad receptiva del arte. A modo de antena, este recibe las vibraciones que ondulan a
su alrededor y, al devolverlas transformadas, las explicita, las visualiza, las difunde legitimadas;
y pudiera ser que una vez ubicada dentro del contexto urbano habanero, pareciera
más una antena a la que le crecen orejas, que un árbol. Autorreferencial, precisamente en
la medida en que es arte refiriéndose al arte mismo, y por tanto, mientras implica una reflexión
hacia el interior, hacia los fundamentos mismos del arte, está profundamente marcada
por el conceptualismo. Por el conceptualismo y, como quedó dicho más arriba, por la
ubicuidad. Aquí el asunto se complica un poco más porque puede parecer una antinomia la
proposición de que una obra sea, al mismo tiempo, ubicua y autorreferencial. Sucede que,
esta vez, la autorreferencialidad no supone en lo absoluto una limitación. Todo lo contrario,
puesto que Nadie escucha alude a un arte que a su vez tiene como referente la sociedad, o
lo que pudiéramos llamar un arte «que todo lo quiere presenciar y vive en continuo movimiento
».3
Al fungir como pieza englobante, Arrechea ha conseguido darle a su creación una especie de
background macrotextual o macroconceptual por el que se desplaza, con la posibilidad de
reducirlo o ampliarlo según sea necesario. Así, por ejemplo, en el caso de la próxima Bienal
de La Habana, no puede dejar de verse la propuesta de este autor como parte de un proyecto
mayor: Detrás del muro, para el que –según la naturaleza de ambos: proyecto colectivo y
obra individual–, resulta una pieza neurálgica.
1 y 2 Alexander Arrechea en www.xtrart.es
3 Segunda definición de ubicuo en el DRAE

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