sábado, 1 de diciembre de 2012

Mi pasado perfecto




Texto leído por Leonardo Padura este jueves 29 de noviembre en la Semana de Autor que la Casa de las Américas le dedica al escritor cubano



Debía tener yo unos once o doce años cuando mi tío Min me regaló el segundo uniforme de pelotero que tendría en mi vida. El primero que vestí me lo habían comprado mis padres cuando cumplí un año de edad y por algún rincón de la casa andan todavía un par de fotos en las que puedo ver cómo, a la vez que doy mis primeros pasos, visto aquel traje de franela, con la A azul del histórico club Almendares en el pecho, y encarno en mi breve estatura el sueño gigantesco de mi padre (el mismo que han compartido tantos padres cubanos): que su primogénito llegara a ser un pelotero famoso.

El traje que me regalaría diez años después el tío Min en lugar de letras y números en azul los llevaba en rojo (aunque no recuerdo a qué club de poca monta representaban) y era un uniforme de adulto, obviamente grande para mi estatura de entonces, por lo que mi madre se vio obligada a hacer un trabajo de reconstrucción total para que yo pudiera usarlo en los incontables juegos de pelota en que solía invertir cada día de mi vida.

Entre el primer uniforme que me compraron mis padres y este traje desproporcionado que me entregó mi tío Min ocurrieron muchas más cosas que un simple crecimiento físico o la adquisición enfermiza de la pasión por el beisbol que me trasmitieron mi padre, mi tío y el aire que se respira en Cuba. Entre esos dos uniformes está toda mi niñez y, además, está el signo tremendo de un cambio de tiempo y de historia que alteró para siempre la vida de mi familia paterna, los Padura, y de la localidad habanera donde nacieron y crecieron, el barrio de Mantilla: el sitio donde todavía vivo, como un náufrago aferrado a los restos de un buque tragado por las corrientes de la historia y el tiempo.

Unos ciento veinte, quizás ciento treinta años antes ―es un cálculo aproximado―, cuando nació mi bisabuelo Filomeno Padura, Mantilla no era siquiera una muesca en el mapa del Camino Real que unía a la costa norte con la sur de la isla, partiendo desde el puerto de La Habana y llegando a la ensenada de Batabanó. Cinco o seis casas de madera y techo de guano, a la vera del sendero polvoriento o enlodado según los caprichos de la lluvia, difícilmente pudieron hacer pensar a mis tatarabuelos, cuyos nombres se perdieron de la memoria familiar, que alguna vez ―más o menos cuando empezáramos a nacer y crecer sus tataranietos― Mantilla sería un barrio próspero y fraternal, en el que, a pesar de vivir ya varios miles de personas, todos sus vecinos se conocerían por su nombre y sus dos apellidos. Pero aquellos pioneros de la familia, que escogieron para hacer sus vidas aquel punto de la geografía habanera todavía innominado, con seguridad debieron de soñar que sus descendientes, los Padura, llevarían con indudable orgullo el singular apellido llegado sabe Dios por qué vías desde unas montañas de Vizcaya. Y lo harían no sólo por haber sido una de las familias fundadoras del barrio que nombrarían “Mantilla”, sino y sobre todo, porque llegaría a ser el clan más próspero y numeroso de la localidad. Y estoy seguro de que tienen que haberlo imaginado, por la simple razón de que, al fin y al cabo, ellos también eran Padura y el orgullo a veces desmedido y hasta poco justificado por ese patronímico parece trasmitirse por vía genética.

El tío Tomás ―que en realidad era el mayor de los tíos de mi padre, pero que tenía el honor y la responsabilidad de ser el Tío de toda la familia― era, en los años 60 del siglo pasado y gracias a sus casi nueve décadas de residencia en la tierra, el nexo vivo entre aquella Mantilla recién nacida que fue y la Mantilla juvenil y vigorosa en que yo nací en 1955. A lo largo de aquellos muchos años que el tío Tomás podía recordar con su mente prodigiosa para los detalles, Mantilla no había dejado de crecer y la familia de los Padura, de pobres y empecinados recolectores de frutas que luego eran vendidas en los mercados de La Habana, se habían transformado en pequeños comerciantes, afortunados y pujantes, gracias a su trabajo tras el mostrador de un puesto de frutas y verduras o de una bodega, o en choferes de la ruta de ómnibus que, desde los inicios del siglo, había facilitado el tránsito entre Mantilla y el centro de la ciudad. Pero lo que mejor trasmitía el tío Tomás a las camadas de sobrinos y sobrinos-nietos que escuchábamos sus historias, era el orgullo de pertenecer a una familia, casi un clan, para el que el trabajo había sido la fuente de todas las venturas y, gracias a lo cual, jamás, un miembro de la familia Padura había andado sin zapatos ni se había ido a la cama con la barriga vacía.

Ser un Padura, en la Mantilla de mi niñez, significaba recibir por vía sanguínea aquel orgullo ancestral de haber estado en el principio de algo y de haber conseguido el respeto y el cariño de los coterráneos gracias el éxito limpio del trabajo y el esfuerzo.

Por aquellos días, si uno quería saber qué significa ser un Padura en Mantilla, lo mejor que podía hacer era sentarse en el portal de la casona familiar de mis abuelos Juan y Juana, ubicada en el mismo corazón del barrio, es decir, frente al aglutinador paradero de ómnibus de la eficiente ruta 4. En el portal de la casa, que en los años de 1950 ya era de mampostería y placa, solían sentarse en las tardes mis tíos y tías, mi abuelo y mi abuela, mientras mis primos y yo gastábamos el tiempo en diversos juegos, y la reunión familiar solía convertirse en una especie de tertulia local por la que pasaban, a veces por unos minutos, a veces para quedarse toda la noche, los vecinos del barrio (blancos y negros, locos y cuerdos, pobres o afortunados) para conversar de cualquier tema o recordar tiempos pasados, mientras desde el paradero, al otro lado de la transitada Calzada en que se había convertido el antiguo Camino Real, salían (a un ritmo que pronto disminuiría, hasta la extinción final), ómnibus tras ómnibus, muchos de ellos conducidos por algún tío, primo, sobrino, hermano, o cuñado de alguno de los sentados en “el portal de los Padura”.

La Mantilla de esa época parecía una ciudad en miniatura. A pesar de que aquellos ómnibus de la ruta 4 llegaban en treinta y cinco minutos al centro mismo de la ciudad, para nosotros, los mantilleros, la zona más vieja y comercial de La Habana se solía sentir como un sitio distante y distinto, y tal vez por eso cuando nos desplazábamos hacia ella solíamos decir que “íbamos a La Habana”. Pienso, también, que la razón verdadera de sentir aquella distancia entre Mantilla y “La Habana” se debía además a que uno no necesitaba salir del barrio si no era por un motivo muy especial, pues allí, en unas diez cuadras de la Calzada, se podían encontrar escuelas, tiendas de ropas y víveres, un cine, peleterías, peluquerías y barberías, panaderías, dulcerías, bares, salones para jugar billar, una sociedad pública que organizaba bailes y otra privada para los empleados del paradero, varios puestos de comida ligera y un par de fondas para comidas más contundentes, una tintorería, una casa de socorros y un dispensario médico, una imprenta, ferretería y almacén para materiales de la construcción, varias bodegas que vendían lo imaginable y lo inimaginable, una iglesia para confesar ciertos pecados y una cárcel de tránsito para confesar otros, gasolineras, talleres de diverso tipo, una logia masónica, farmacias, tiendas de fotografía, mueblerías y, para rematar el panorama, un enigmático castillo inglés en la colina en que terminaba el barrio. Quizás lo único necesario para cualquier ser humano que Mantilla no ofrecía era un cementerio, pero para eso teníamos al vecino pueblito de El Calvario, un poco más allá del castillo inglés de tejado rojo.

Pero de todo lo que tenía la Mantilla de aquellos años lo que más me atraía era la gallería ubicada justo frente a mi casa ―y a dos cuadras de la casona de mis abuelos―. La gallería no era propiamente una valla de gallos donde se efectuaran combates, aunque podían celebrarse algunos. La gallería era, en su estructura, una destartalada casona de madera y zinc, con una pequeña valla circular al fondo, donde se entrenaban los animales. En el interior y el exterior de la casona estaban las jaulas donde se criaban los gallos que luego lidiarían en otras vallas de la ciudad. Como mi tío Tomás era visitante asiduo de la gallería y mi abuelo Juan un fanático de las peleas de gallos, muchas de las mañanas de mi niñez, incluso muchas mañanas que están más allá de mi memoria, las pasé en aquel local, entre jaulas de gallos y sacos de maíz, escuchando las conversaciones del tío Tomás y mi abuelo Juan, con Garrido y Guayabo, los encargados de cuidar y entrenar los gallos, y los otros dueños de animales que allí se preparaban para el combate y la muerte.

Como un recuerdo indeleble de aquellas mañanas idílicas, en las que no existía la prisa ni la necesidad, llevo todavía conmigo un sabor y un olor que, espero, nunca me abandonarán: el olor peculiar e indescriptible de los gallos cuando sus plumajes eran lavados con una esponja empapada en agua mezclada con vinagre, y el sabor ácido profundo de los tamarindos, los frutos diminutos de aquellos árboles gigantescos y centenarios cuyos follajes cubrían todo el ámbito de la gallería.

Sentado en un taburete, recostado contra una pared, el tío Tomás solía contar, allí en la gallería, las historias de la Mantilla primitiva de su niñez. De todos sus relatos el que más me impresionaba solía ser el de la única ocasión en su vida en que había pasado hambre (por causas no achacables al empeño familiar): había ocurrido durante los meses más álgidos de la Guerra de Independencia de 1895, cuando el capitán general español Valeriano Weyler puso en práctica una “reconcentración” de la ciudadanía para impedir que ésta apoyara el Ejército Libertador. Con aquella práctica Weyler había ejecutado el primer ensayo de los futuros campos de concentración y gulags, y había provocado la muerte por hambre de cientos de personas y a punto estuvo de acabar con la de mis bisabuelos y mi tío Tomás, pero no consiguió lo que ya era imposible: la victoria militar del ejército cubano.

Mi abuelo Juan, por su parte, mucho más pragmático y egocéntrico, solía hablar de sus viejas aventuras amorosas, de sus proezas como jugador de pelota y, con énfasis especial, sobre la filosofía de las peleas de gallos, todo un sistema de pensamiento que él podía resumir en una frase: nunca juegues si no estás seguro de que vas a ganar, y solía explicarme entonces los infinitos trucos posibles para lograr ventajas en una riña de gallos.

Mientras yo escuchaba embelesado las historias del tío y de mi abuelo Juan, una mutación profunda se estaba gestando en la vida de mi familia y de todo el barrio de Mantilla. En realidad, de todo el país. El 1º de enero de 1959 (es decir, cuando yo acababa de cumplir mis cuatro años) había triunfado el movimiento revolucionario comandado por Fidel Castro y, con el cambio de gobierno, pronto empezó a instrumentarse un cambio de sistema político, social y económico que, en 1961, sería proclamado como socialista. Toda una serie de acontecimientos históricos (de los que aparecen en los libros de Historia) se sucedieron en aquellos tiempos de transformaciones radicales, esperanzas colectivas, sueños realizados, y el país empezó a ser diferente. Y, aunque al principio no lo notamos apenas (yo no recuerdo apenas haber notado nada), también Mantilla empezó a ser diferente, porque la revulsión profunda que engendra una revolución real recorrió todos los rincones de la isla y entró en cada casa del país.

Como recién entonces yo comenzaba a tener mis primeras nociones de la vida, la revolución que se instauraba y expandía fue mi medio natural y en él crecí sin tener otra imagen del mundo que la de aquel presente cambiante y la del pasado que relataba el tío Tomás. Las transformaciones, sin embargo, al principio apenas parecieron penetrar en el mundo de la familia de los Padura, que sostuvieron algunos de sus negocios, sus puestos tras el timón de los ómnibus de la ruta 4, las tertulias en el portal de la casa de mis abuelos, la afición por las peleas de gallos y el orgullo de pertenecer al clan más viejo y exitoso de un pequeño barrio de La Habana llamado Mantilla. Incluso, entre tantos acontecimientos que escapaban a mi capacidad de entendimiento, la salida hacia Estados Unidos de mi tía Delia, con su esposo y sus dos hijos, no resultó para mí una alarmante advertencia de futuras fracturas en el cuerpo familiar y en la vida de varios Padura.

Para mí todo respiraba la nueva normalidad revolucionaria cuando pude empezar a poner en práctica la que es, todavía hoy, una de las grandes pasiones de mi vida: jugar beisbol. Como en la Mantilla de mi niñez había varios placeres yermos y calles no asfaltadas, ideales para jugar a la pelota, disfruté desde siempre de una libertad sin límites para recorrer el barrio, con un guante en la mano y una gorra en la cabeza, participando de partidos de beisbol con los que serían mis primeros y más entrañables amigos, adquiriendo las habilidades y la filosofía de ese extraño deporte que los cubanos llevamos en la sangre y metiéndome en las entrañas del barrio que era mi casa y la casa de todos los Padura.

Creo que si pudiera hacer la contabilidad, dediqué más horas de mi niñez a jugar pelota que a cualquier otra actividad, incluso que a asistir a la escuela o a dormir. Bien despierto, en una calle o en un placer, soñaba ya con llegar a ser un jugador de beisbol reconocido (es la fama con la que más cubanos han soñado) y, quizás influido por el pensamiento de mi abuelo, me empeñé en competir para ganar y desde entonces me convertí en un competidor a tiempo completo. Y entre los sueños más persistentes que entonces cargaba estaba el de poseer un traje completo para jugar pelota, algo que ya se hacía imposible de conseguir por las vías normales, pues la escasez de productos y opciones empezaba a ser parte de la vida cotidiana del país en revolución.

Precisamente quien más me alentaba en mi afición beisbolera fue mi tío Manolo, el hermano mayor de mi padre. Manolo, llamado Min en la familia, era un personaje peculiar, pues nunca había sido ni regular como pelotero, pero vivía ese deporte con una pasión desmedida, mayor incluso a la de mi padre que, cosa curiosa, por esos años había decidido dejar de seguir los campeonatos cubanos cuando por ley revolucionaria se suprimió el profesionalismo y desapareció el equipo de su preferencia, los azules del Almendares (razón evidente por la cual mi primer uniforme había sido una réplica de los que usaba aquel equipo). Pero el tío Min, que había sido fanático del club Habana ―los irreconciliables rivales del Almendares, esfumados también― sí mantuvo intacta su pasión por la pelota y se dedicaba por aquellos tiempos a dirigir un equipo de adultos que jugaba en los torneos de categorías inferiores.

La pasión explícita de mi tío y el fanatismo reprimido de mi padre mucho tuvieron que ver con mi vocación beisbolera y creo que alguno de ellos llegó a pensar, al ver mis habilidades, que tal vez yo podría llegar a ser el primer pelotero Padura que jugara a un cierto nivel, lo cual habría sido la coronación del orgullo familiar.

Hay momentos y acontecimientos, interiores y exteriores, que marcan la existencia de una persona. En la mía ha habido varios que me gustaría rescatar: el día que matriculé la carrera de Letras en la Universidad de La Habana y, sin saberlo todavía, empecé a desandar mi destino de escritor; haber conocido en el momento justo a la mujer justa, Lucía, mi compañera desde hace casi treinta años; el día en que comencé a escribir una novela titulada Pasado perfecto y decidí crear un personaje llamado Mario Conde. Antes que todos esos, creo que hubo dos demasiado importantes: como ya es fácil de colegir, uno es haber nacido en Mantilla y ser un miembro de la familia de los Padura; el otro fue recibir la noticia de que mi tío Min se iba de Cuba, para siempre, hacia los Estados Unidos.

Cuando uno tiene diez, once años, y ha vivido en un barrio fundado por un tatarabuelo y que más de cien años después sigue siendo como una burbuja en medio del mundo, y si además uno no ha sufrido la muerte de ningún ser cercano, ni se ha acostado nunca con el estómago vacío, ha tenido a su disposición una escuela y ha vivido siempre con la cabeza llena de sueños de grandeza, cualquier desgajamiento de esa perfección es un terremoto. Y como un terremoto llegaría a sentir la partida definitiva y sin retorno de mi tío Min.

Tal vez fue con la decisión de mi tío que tuve plena conciencia de que me tocaba abrir otra etapa de mi vida y de que ya nada volvería a ser como había sido. Tuve la noción, por ejemplo, de hasta qué punto mi entorno se transformaba cuando comenzaron a desaparecer muchas de las cosas materiales que simbolizaban mi niñez. Casi todos los sitios memorables de Mantilla habían empezado a esfumarse o a cambiar su destino (las sociedades, las tiendas, el cine, el paradero de ómnibus que era nuestro mayor orgullo, la bodega de mi padre y la quincalla de mis tías, y entre un largo etcétera, la gallería donde aprendí algunas cosas importantes de la vida). Pero la revelación de que vivíamos tiempos ya diferentes se produjo para mí cuando empezaron a desaparecer o a transformarse las cosas intangibles pero no menos importantes entre las que había crecido, entre ellas la unidad física y geográfica de la familia Padura, pues tras la partida del tío Min se sucedieron las de otros tíos y tías, primos y primas, la muerte del tío Tomás y, años después, la de mis abuelos Juan y Juana y todos los tíos que permanecieron en Cuba. Con esos desgajamientos tormentosos se perdió parte de nuestra historia familiar y local, aunque no el persistente orgullo de pertenecer a una familia, pues todavía hoy, tantos años después, mis tíos sobrevivientes y mis primos mayores y menores arrastran por Nueva York, Miami y Los Ángeles la recóndita satisfacción, manchada de nostalgia, por llevar nuestro apellido, la satisfacción que nos inculcaron el tío Tomás y el abuelo Juan, sin duda porque a ellos se la habían inculcado su padre Filomeno y aquellos remotos fundadores Padura de cuyos nombres nadie en la familia consigue acordarse.

Una de las sensaciones más extrañas que suelo vivir en los últimos tiempos es la de caminar por las calles del barrio de los Padura. A la ausencia física de lugares y personas entrañables se suma una sensación de “ajenitud” que siempre me agrede con la certeza de que, aun siendo el mismo, mi barrio ya no es el mismo. Lo de menos, en realidad, son los lugares cuyo destino cambió o se perdió de forma definitiva. Lo más desgarrador es la ausencia de tantas gentes, de tanta memoria, que se ha dispersado por la ciudad, por la isla y por el mundo, provocándome un sentimiento de extrañeza y añoranza, que a veces suelo achacar a los años que voy acumulando en las espaldas.

Han pasado cuarenta años desde aquella tarde en que el tío Min me entregó el que sería el segundo traje de pelotero que usaría en mi vida. Todavía puedo recordar cómo sentí un arrebato de felicidad al recibir el obsequio. Sin conciencia real de lo que significaba para mi tío aquel desprendimiento, disfruté la posibilidad de ser uno de los pocos afortunados que podría jugar pelota de completo uniforme, como los peloteros “de verdad” que yo tanto admiraba, aun cuando, a pesar de los esfuerzos de mi madre, nunca me quedó del todo bien aquel bendito uniforme. También puedo recordar la tarde en que se produjo la despedida definitiva de mi tío. Los abrazos, besos y llantos finales se produjeron en el portal de la casa de mis abuelos y, sin tener la verdadera dimensión de lo que aquel momento significaba en la vida de mi familia, pude respirar la tristeza del ambiente y la sensación de ruptura irreparable que estábamos viviendo.

Al día siguiente, al regresar de la escuela, salí a jugar pelota, como hacía cada día. La diferencia sustancial es que esa tarde yo iba con el segundo traje de pelotero que usé en mi vida y fui la envidia de todos mis amigos. No puedo recordar si jugué mejor o peor que en otras ocasiones, pero quiero creer que lo hice con más orgullo que nunca, pues el uniforme que llevaba tenía en la espalda un número veintidós y seis letras formando un arco sobre él: Padura. De lo que no tenía idea, en realidad, es que ese día estaba ocurriendo algo más irreversible, mientras jugaba un simple y cotidiano partido de pelota: ese día yo dejaba atrás mi niñez en las calles en un barrio fundado por una familia que ya nunca, ni el barrio ni la familia, volverían a ser los mismos.

Nota bene: En noviembre de 1992 visité por primera vez la ciudad de Nueva York. Mi propósito era, además de conocer la ciudad más famosa del mundo, encontrar a un viejo músico cubano que vivía allí desde 1929 y era como el gurú de la historia musical cubana en la Gran Manzana. Mi intención oculta, sin embargo, era visitar a mi tío Min, establecido desde su partida en la zona de Queens. Luego de hacer una cita telefónica, una mañana me presenté en su casa. Mi tío era un anciano, y me pareció un hombre cansado de la vida, que se sostenía en pie sólo por un motivo tan válido como cualquier otro: ver jugar pelota al equipo de los Mets de Nueva York, que se había convertido en su club favorito. Aquella mañana, mientras comíamos unas hamburguesas y bebíamos unas malteadas en un Wendy’s cercano a su casa, le recordé al tío Min la historia del uniforme de pelotero que me había regalado veinticinco años antes, cuando preparaba su salida definitiva de Cuba. Mi tío Min no se acordaba de aquel traje.

Pocos años después, sin haber vuelto jamás a Cuba, Juan Manuel Padura murió en Nueva York. De aquel traje de pelotero con el número 22 y el apellido Padura en la espalda que me dejó en herencia, solo queda el recuerdo de un niño que se sintió como un príncipe al poder jugar, vestido de completo uniforme, en una calle polvorienta de Mantilla.

2006