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Foto: Elisa Cabot / Wikimedia Comons |
Recuerdo a Salvador Redonet comenzar
una clase de Teoría y Crítica Literarias, precisamente interrumpiéndola. El
Redo –antes de entregar, para su discusión, un examen- anunció que en el
alumnado se encontraba un amigo de Mario Benedetti e invitó a que revelara su
identidad. Comenzamos a mirarnos entre todos sorprendidos y expectantes, pero
se hizo un silencio cerrado. Ante la circunstancia el profesor optó por aclarar
el asunto. El examen versaba sobre un cuento del escritor uruguayo y un
estudiante durante las largas páginas de respuestas, rehuyendo la dudosa
ortografía del apellido Benedetti, hablaba de…”en este párrafo Mario quiso
decir”…,”con esa oración Mario propone”… ”aquí Mario introduce”. Todos nos
reímos, y luego de algunos comentarios típicos de su humor, Redonet escribió en
mayúsculas el apellido en el pizarrón.
Nunca supimos quién fue la infortunada
o el infortunado que utilizó tan legítima defensa. Solo sé que no fui yo y que,
en aquel entonces, no podía imaginar que con el tiempo conocería a aquel
escritor de apellido difícil y terminaría llamándolo por su nombre.
Pero eso sería mucho después. Por el
momento corrían los finales de los ochenta y la Universidad era un
hervidero de acontecimientos. Las relaciones con Benedetti eran librescas,
hasta que un día anunciaron que estaba en Cuba y leería en el Aula Magna. Aquella
lectura fue inolvidable y nos hizo a muchos volcarnos sobre su obra. Nos
sorprendió el poeta para multitudes, la fascinación de su palabra, la
comunicación sencilla, el tener siempre un verso a mano para cada unos de los
presentes. Parecía que leía para ti y, a la vez, para todos. Revelaba lo
cotidiano o en apariencia trivial, como el instante más trascendente del
universo. Y es cierto que leía para cada uno pues, esa noche el Aula Magna se
repletó, cada vez llegaban más estudiantes y los organizadores estaban un poco
desconcertados. El poeta pidió calma, que esperaría a que todos se acomodaran. Y
así ocurrió. Estuvo leyendo hasta una hora muy avanzada; los estudiantes le
pedían más textos hasta que él dio por terminada la lectura cuando, entre
risas, dijo que ya había leído hasta lo más reciente escrito.
Estuve varios meses bajo el influjo de
aquella lectura y leí todo lo que pude de Benedetti. Eran los años de casi un
libro por día, La Tregua, Gracias por el fuego, Primavera con una
esquina rota, Letras del continente
mestizo y la poesía al alcance de la mano.
En los noventa, ya graduado de Letras,
fui a trabajar a la Casa
de las Américas. Tenía de antes una estrecha relación con Arquímides, fundador
de la Casa y
benefactor de los estudiantes que como yo, asistían a la Biblioteca casi a
diario. Un día, en su cuartico atestado de libros, vi un curioso artefacto rojo
con partes metálicas. Le pregunté qué era y me respondió: -La cafetera de
Mario. Se la estoy cuidando. Tuve que preguntar más para saber que era una cafeterita
eléctrica que usaban con Benedetti en los años en que trabajaban juntos en la Casa y que todavía funcionaba
por los cuidados de Arquímides. Fue él quien comenzó a hablarme de Mario y de
Luz, de los seres sencillos y extraordinarios que eran. Y el escritor se me fue
revelando como persona.
Comenzaba el período de crisis
hermoseado con el apellido de especial. Muchos apostaban por el descalabro de Cuba
y seguían de cerca las rupturas y adhesiones. En 1994, Benedetti anunció una
nueva vuelta a su Casa de las Américas. Fue algo fuera de lo común. Los
trabajadores que lo conocían se apresuraron a recibirlo con un júbilo que yo no
comprendía bien. -¡Vienen Mario y Luz! Decían. Se preparó la edición de su Antología Poética y, a esperar. Hasta
que llegó para sumarse a las labores del Premio Literario de ese año. Fue la
oportunidad de conocerlo de cerca.
El jurado se hospedaba en el Hotel Capri y a Benedetti se le
veía a diario; tenía un andar dinámico mezclado con cierto aire de timidez.
Prefería ir a la Casa
de las Américas donde conversaba con los que habían sido sus compañeros años
atrás. Allí nos lo presentaron a los más jóvenes y nos preguntaba qué hacíamos o
intercalaba comentarios de cómo era esta o aquella oficina en los años en que
trabajó en la institución.
De ese año guardo dos anécdotas relacionadas
con su viaje.
En esa época la Feria de Artesanía estaba en
la Avenida de
los Presidentes, a unas pocas calles del Capri. Hacía allí fueron Benedetti y
Luz una mañana. En uno de los puestos una mulata joven insistió en venderles un
poema pirografiado en una tablita. –Mira, regálaselo a tu mujer. Le decía a
Benedetti. Este le dijo que no le interesaba. La mujer insistió con todo el
gracejo de la edad y el oficio pero él, respetuoso, se negaba, hasta que la
joven hizo el comentario del día: – ¡Muchacho, cómpraselo, que es un poema de
Benedetti! La cara del poeta cambió y le pidió a la mujer ver la tablilla.
Después de leerla con atención, se la devolvió: -No me interesa. Le dijo. –Tú
si eres duro de pelar. Insistió la vendedora. -No, es que no es de Benedetti.
Yo soy Benedetti y no escribí eso. Y se quedó mirándola con los ojos encogidos
por la risa. Era uno de aquellos textos que lo mismo le endilgan a Neruda, que
a García Márquez, Borges o, a Benedetti, claro.
La noche que correspondió a la
presentación de su Antología Poética,
el público no cabía en la “Sala Che Guevara”. Se pusieron altavoces en la
calle. Al finalizar la lectura la gente pedía que le autografiara los
ejemplares. Benedetti accedió y bajó a la “Sala Manuel Galich” donde se colocó
una larga mesa frente a la cual se organizó la cola. Los que estábamos cerca de
él nos mirábamos asombrados de cómo gastaba un bolígrafo tras otro. Algunos
afirmaban al día siguiente que habían sido unos diez. Lo cierto es que, en
determinado momento se nos hizo casi imposible mantener el orden, la
circunstancia amenazaba con dar por terminada la sesión de firmas. Fue
Benedetti entonces quien se levantó y pidió
con voz firme que se organizaran o se iría. A partir de ahí la noche
transcurrió tranquila. A los trabajadores de Casa –más de cien- se nos pidió
entregarle nuestros ejemplares en otro momento para aliviarlo. Al día siguiente
teníamos los flamantes ejemplares con nuestros nombres en la portadilla.
Tres años después regresó Mario para
las sesiones del Premio Literario. Lo esperaban la segunda edición de la Poesía de Amor hispanoamericana, antologada
por él, y sus lectores cubanos. Esta vez el jurado se reunía en el Motel El
Valle, en las inmediaciones de la ciudad de Matanzas. Para entonces yo dirigía la Biblioteca de la Casa y Jorge Fornet, el
Centro de Investigaciones Literarias. Una noche cenamos con Retamar en el
alegre restaurante del motel. La conversación iniciada en torno a la mesa se
trasladó a la salita de una de las habitaciones. Retamar es un excelente
conversador pero algo me decía que la charla se extendía de una manera
sospechosa. Al rato llegó Mario Benedetti. Cruzamos unas breves presentaciones.
Se hizo un corto silencio que este aprovechó para dirigirle una mirada
interrogante a Retamar. Ya me estaba despidiendo de mi silla cuando Roberto le
dijo: -Mario, puedes hablar con confianza. Yo los invité. Y así viví aquel
encuentro inolvidable entre dos titanes de nuestras letras. Libros, ciudades,
coloquios, gobiernos, amigos, desencuentros, realidades, sueños, versos, confluían
en las respectivas visiones. Pasaron frente a nosotros los sesenta, los setenta,
ochenta, los días presentes, con una precisión y un poder de síntesis casi
delirante. Fue una puesta al día entre dos hermanos que habían dejado de verse
por un tiempo. Yo salí convencido de que con algunas pocas conversaciones más
como aquella, hubiera hecho la carrera de Letras en menos tiempo.
En los días siguientes acompañé a
Mario y Luz en varios recorridos por Matanzas y Varadero. Siempre, mientras
esperábamos que Luz saciara su infinita curiosidad en algún establecimiento, un
jardín o la fachada de un edificio; Mario iniciaba unas conversaciones intensas
en las cuales, claro, el llevaba la voz cantante y me preguntaba sobre temas
diversos. Pero, por sobre todo me llamaba mucho la atención el modo en que
hablaba de Luz. Me daba cuenta que cada vez que ella se demoraba un poco en sus
paseos, él comenzaba a extrañarla: -Cómo se demora. Me decía. Durante esas
salidas, en más de una ocasión conversó con un grupo de niños a los cuales
preguntaba por la escuela, los estudios y sus intereses. Nunca se había ido de
Cuba y la sentía como suya.
Después de ese año no volví a verlo,
aunque mantuvimos una escueta pero eficaz correspondencia a propósito de los
libros que necesitábamos para la biblioteca. Las ocupaciones no le dejaban
tiempo para cartas enjundiosas, sin embargo, los libros siempre llegaron a
tiempo con una nota firmada por: Mario.
Hoy cuesta aceptar la idea de su
muerte. Es demasiado profunda su lección de sencillez, ternura, su fuerza ante
la adversidad, su fidelidad a la suerte de la América toda, su confianza
en el ser humano, su amor por Luz, por la vida. Mario Benedetti es parte
ejemplar de ese pequeño género humano del que nos habló Bolívar, y su sencillez
desciende de la estirpe de los Versos… de
nuestro José Martí. En vida recibió el mayor premio al que puede aspirar un
poeta: ser leído sin cansancio por sucesivas generaciones de jóvenes, desde
Gelman, Viglietti, Retamar, Serrat, Sabina, hasta los miles que lo acompañaron
en su viaje final lanzando lápices y bolígrafos para cumplir uno de sus últimos
deseos: Cuando
me entierren / por favor no se olviden / de mi bolígrafo. Benedetti no ha muerto. Como diría otro
grande como él en un momento como este,
su amigo Julio Cortázar: solo se fue a mirar las flores del lado de las raíces.
(Escrito en mayo de 2009, a la muerte del poeta). Unos años después pude visitar la sede de la Fundacion que lleva su nombre, en Montevideo.